Vigilante Del Metro Historia De Terror 2024

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Vigilante Del Metro Historia De Terror 2024

Vigilante Del Metro Historia De Terror… Desde los días soleados de mi infancia, mi mente estaba destinada a vibrar al ritmo de la Ciudad de México, un imponente mosaico de oportunidades y sueños. Aunque en realidad no crecí en un pueblo, la urbe que siempre anhelé explorar superaba con creces el entorno menos urbanizado en el que me crie. La magnificencia de la Ciudad de México se convirtió en la musa de mis fantasías desde que era una niña, y a los 18 años, empaqué mis ilusiones y me aventuré hacia el corazón de la metrópoli.

Los primeros días fueron como una danza caótica de emociones, con las luces brillantes y el bullicio constante como telón de fondo de mi nueva vida. Mi temperamento, que siempre había sido un compañero fiel, se volvió un desafío ante la inmensidad de la ciudad. Cambiar de trabajo era tan común como el cambio de estaciones, y mi carácter fuerte no ayudaba a establecer raíces. La soledad de las noches urbanas resonaba con mis dudas y la tentación de rendirme y regresar a mi ciudad natal se volvía más fuerte con cada amanecer incierto.

En un momento crucial, cuando mis esperanzas parecían desvanecerse en las sombras de los edificios imponentes, mi madre me llamó una noche con noticias que cambiarían mi destino. Su voz, llena de preocupación maternal, resonó en mi oído mientras me hablaba de una oportunidad que podría ser mi salvación. Mi primo, con sus conexiones en la compleja red de la ciudad, podría conseguirme un trabajo como vigilante en el metro.

Al principio, la idea de vigilar un sistema de transporte subterráneo no me emocionó en lo más mínimo. No lo consideraba un trabajo interesante, pero en medio de las circunstancias difíciles en las que me encontraba, no me sobraban ofertas laborales para elegir. Acepté la oferta, con la promesa personal de dar lo mejor de mí para mantener este empleo y compensar así la intervención de mi primo en mi favor.

El trabajo en sí resultó ser menos complicado de lo que imaginaba. El bullicio constante de los usuarios, las rutinas diarias y la aparente monotonía crearon un ambiente laboral ameno. Adaptarme al ir y venir de la gente se volvió algo natural para mí, y la estabilidad aparente del empleo me dio un respiro bienvenido.

Sin embargo, como las páginas de un libro de suspenso que se van desplegando lentamente, comencé a notar que el metro de la Ciudad de México alberga secretos que escapan al ojo apresurado del viajero cotidiano. En medio de las instalaciones, donde el tiempo parecía desacelerarse, descubrí que la realidad del metro era mucho más compleja de lo que los usuarios percibían en su prisa diaria.

El día de hoy me gustaría contar, algunas de las cosas más extrañas y espeluznantes que me han ocurrido trabajando ahí, las trataré de ordenar desde la que yo considero la menos aterradora, a la más aterradora, así mismo no daré nombres, ni estaciones de metro exactas por seguridad.

La primera historia es de hecho cuando estaba comenzando a trabajar, llegó la primera noche en la que me asignaron el turno nocturno como vigilante del metro. Mis responsabilidades eran sencillas en apariencia: verificar que ningún alma perdida vagara por los vagones y escoltar a quienes, por despiste o imprudencia, se adentraban en el metro creyendo que aún estaba operativo. Este cometido solía ser tranquilo, ya que la cooperación de los transeúntes facilitaba la tarea.

Esa noche en particular, mientras realizaba mi ronda normal revisando los vagones, un ruido inesperado rompió el silencio. Provenía del vagón contiguo, y mi mente, acostumbrada a la rutina, asumió que se trataba de alguien que había caído en un profundo sueño. Sin pensar en la posibilidad de lo paranormal, me dirigí hacia el vagón, notando la sombra de alguien en su interior. Cuando estaba a punto de llegar a la puerta, una figura emergió repentinamente: un guardia.

La sorpresa casi me hace lanzar un grito de susto, tras el impacto inicial, liberé una risa nerviosa. Recordé que, de hecho, me habían informado que estaría sola en este turno. Sin embargo, este guardia, idéntico a mí en uniforme y actitud, estaba ahí, serio y enfocado en su tarea.

Intenté saludarlo, pero no obtuve respuesta alguna. Parecía tan absorto en su rutina que ignoró por completo mi presencia. Este desdén no me afectó demasiado, considerando la posibilidad de que tal vez fuera simplemente alguien reservado o que no quería entablar conversación. Podría ser que, al ser nueva, lo hubieran enviado para supervisarme, un pensamiento que, aunque me incomodó, decidí no hacer un escándalo por eso.

Mientras continuaba con mi ronda revisando los vagones, noté que el guardia había desaparecido. Este abrupto cambio me desconcertó un poco, ya que asumí que me acompañaría durante el resto del turno. Sin embargo, no profundicé en ello y proseguí con mis deberes.

Cuando finalicé mi recorrido y me dirigí hacia la oficina, me encontré nuevamente con el guardia. Esta vez lo vi subiendo las escaleras, pero su actitud distante persistió. Ni siquiera volteó a mirarme. La extrañeza del momento se acumuló en mi mente, pero, al llegar donde mi compañero, un amigo con el que había construido una amistad en poco tiempo, no pude resistir preguntarle sobre aquel hombre.

Intrigado, mi compañero me preguntó de quién hablaba, ya que esa noche solo estábamos nosotros dos en el lugar. Sorprendida, le conté sobre el guardia que había estado en el metro. Comenzamos a revisar las cámaras de seguridad, pero, para nuestra perplejidad, nunca encontramos ninguna evidencia de su presencia.

Este misterioso episodio se quedó suspendido en el aire, sin explicación aparente. Simplemente se había desvanecido como un susurro en la noche. A pesar de los intentos por comprender este enigma, la figura no dejó rastro en las cámaras, como si fuera un espectro momentáneo que había decidido esfumarse en el viento del misterio.

vigilante Del Metro Historia De Terror

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Aquella noche se convirtió en un recuerdo intrincado, una página de mi experiencia en el metro de la Ciudad de México que nunca encontró un cierre. Y así, entre los vagones y túneles, continué con mi labor de vigilante, consciente de que las sombras del desconocido podrían acechar en cualquier recodo del laberinto subterráneo.

Un par de días después, la verdad detrás del guardia, que había estado rondando las estaciones del metro, se reveló en susurros nocturnos y relatos que flotaban entre los trabajadores del subterráneo. La inquietante figura no era simplemente un compañero vigilante, sino el espíritu de un guardia fallecido hacía poco tiempo. La noticia se esparció con una mezcla de asombro y aceptación, ya que nadie entendía por qué su espíritu persistía en esa estación.

La historia del guardia fantasma era más extraña aún, ya que su muerte no fue trágica ni ocurrió en las instalaciones del metro. El hombre perdió la vida en un accidente automovilístico mientras visitaba a sus familiares. El enigma radicaba en el porqué de su retorno al lugar de trabajo después de su muerte. Sin explicación aparente, continuaba rondando las instalaciones del metro durante las horas nocturnas, un espectro de la rutina diaria que ya había dejado atrás.

La presencia del guardia fantasma se volvió algo común para los trabajadores del metro. Aunque no interactuaba con nadie y parecía inofensivo, su mera existencia creaba una atmósfera cargada de misterio en las noches solitarias. Todos se acostumbraron a su silueta oscura moviéndose entre los vagones y pasillos, un recordatorio silencioso de lo inexplicable que habitaba en las entrañas del metro de la Ciudad de México.

Mi experiencia como vigilante no solo incluía encuentros con lo sobrenatural, sino también con las almas atrapadas en el subterráneo. En varias ocasiones, me encontré con personas alteradas que afirmaban que alguien se había arrojado a las vías, solo para descubrir que no había rastro de nadie allí abajo. La explicación popular sugería que eran almas en pena que, por diversas razones, habían elegido el metro como el lugar para poner fin a sus vidas.

Estas situaciones, aunque impactantes, no me afectaban directamente, ya que nunca presencié un acto tan desesperado. Mi papel era calmar a aquellos que afirmaban haber visto a alguien lanzarse a las vías, aunque nunca se encontrara evidencia de tal evento. Era un recordatorio constante de la vulnerabilidad humana y de las sombras que se escondían detrás de la aparente normalidad del metro.

Sin embargo, uno de los incidentes que permanecía grabado en mi memoria con escalofríos involucraba el llanto de un niño. Fui asignada como veladora en una estación diferente a la que normalmente patrullaba, y mientras se cerraban las instalaciones, el sonido desgarrador de un pequeño niño llorando resonó por todos lados. Las voces de los trabajadores se apresuraron a investigar, pensando que un niño perdido necesitaba ayuda.

La búsqueda se intensificó, pero lo extraño se reveló cuando, a pesar de escuchar el llanto, no se avistó ningún niño. La posibilidad de una broma pesada cruzó las mentes de todos, y la búsqueda se transformó de encontrar a un niño a descubrir la fuente del sonido. Sin embargo, en un instante, el llanto se desvaneció por completo, dejando a todos en un silencio inquietante.

La conclusión apresurada de que se trataba de una grabación o de un bromista jugando con nuestros nervios se estableció entre nosotros. Decidimos dejar el tema de lado y retomar nuestras actividades normales. Sin embargo, aquella noche, mientras cumplíamos con nuestras guardias, las sombras del subterráneo comenzaron a susurrar secretos que la razón humana luchaba por comprender.

Los ecos de pasos invisibles y risas distorsionadas se filtraron en la oscuridad del túnel. Las luces titilaban sin motivo aparente, y la temperatura del ambiente parecía bajar sin razón. Rumores entre los trabajadores insinuaban que el metro tenía una conciencia propia, que las paredes guardaban historias olvidadas y que las sombras eran testigos silenciosos de dramas humanos que se desplegaban en los recovecos subterráneos.

Aquella noche, mi turno en el metro continuaba su curso, sumiéndose en la oscuridad que envolvía las estaciones. La tarea de revisar los vagones recaía en mí, y pronto, escuché claramente el sonido de un niño pequeño correteando entre los vagones.

Los pasitos infantiles resonaban en todo el lugar vacío, pero al asomarme al vagón, la cruel realidad me golpeó: no había nadie dentro. La inquietante experiencia no terminó ahí. El juego fantasmagórico del pequeño pareció trasladarse al vagón de helado, donde risas infantiles llenaban el aire. Pero, al igual que antes, al asomarme, no hallé rastro alguno de presencia.

Lo que ocurrió a continuación me sumió en un escalofrío total. La voz de un niño, clara y melodiosa, susurró detrás de mí: “Ven a jugar conmigo”. Finalmente no pude aguantarlo más y salí corriendo de ahí. La noche se estiró en una sucesión de eventos perturbadores. Risas y correteos persistían en los pisos superiores y en las escaleras, mientras pequeñas travesuras eran llevadas a cabo en la penumbra. Voces infantiles me suplicaban que me uniera a su juego.

La historia del niño fantasma se convirtió en parte de la leyenda del metro, un misterio que todos preferían mantener a distancia. Nadie sabía a ciencia cierta quién era ese niño ni por qué su espíritu elegía la estación para jugar. No existían registros de la trágica partida de un niño en ese lugar, lo que dejaba un velo de misterio sobre su presencia.

Sin embargo, para mí, la aparición de personas que parecían atrapadas en un bucle perpetuo en el metro no resultaba tan aterrador como aquellos individuos que, a pesar de tener apariencia humana, desprendían una atmósfera inquietante y discordante. Descripciones variadas de estos seres se filtraban entre los trabajadores, y las historias contadas por usuarios del metro en internet sugerían encuentros inquietantes con estas figuras que, aunque parecían humanas, dejaban una sensación de inquietud y duda en quienes las observaban.

A lo largo de mis años en el trabajo, había presenciado a más de una persona con características que iban más allá de lo normal. Una extraña vibración emanaba de ellos, como si estuvieran disfrazados de humanos pero no pudieran ocultar completamente su verdadera esencia. Estas experiencias, aunque perturbadoras, no habían llevado a una investigación más profunda por mi parte. Sin embargo, una ocasión cambió por completo mi perspectiva sobre estas figuras enigmáticas.

En una de esas ocasiones, tuve un encuentro cercano con una de esas personas que desafiaban las nociones de lo humano. Aunque no sabía con certeza qué eran, mis instintos y la vibra inquietante que emanaban me hacían esperar fervientemente no volver a interactuar con algo tan desconcertante en mi vida.

Ese día, la mañana se deslizaba tranquila en el metro, y la relativa calma de las 11 de la mañana ofrecía un escenario perfecto para la vigilancia. En ese momento, una madre con sus dos hijos gemelos se paró en la orilla para esperar el metro, aparentemente en armonía. Los pequeños, de unos 7 u 8 años, se aferraban a la mano de su madre, mientras la rutina del día se desarrollaba apaciblemente. Sin embargo, lo que acontecería a continuación sumiría a todos en una perturbadora realidad.

Entre los escasos usuarios del metro en esa hora, transitaba una de esas personas que, a pesar de su apariencia humana, desprendían una frialdad casi tangible. Pues al pasar a mi lado, pude sentir cómo aquel individuo parecía irradiar un frío sobrenatural, como si su presencia estuviera destinada a enfriar el entorno. La siguiente cosa rara que este ser hizo, fue que, a pesar del amplio espacio disponible, eligió pararse extremadamente cerca de la madre y sus hijos.

La incomodidad se apoderó del espacio cuando este ser se colocó a un lado de la mujer y sus pequeños, negándose a ceder un mínimo espacio. Yo, consciente de la situación, me dispuse a intervenir, considerando que aquel hombre se encontraba en la zona exclusiva para mujeres. No obstante, algo inusual llamó mi atención, pues mientras me acercaba, percibí susurros provenientes del ser en cuestión. Al principio, los murmullos parecían dirigidos a sí mismo, pero a medida que me aproximaba, noté que uno de los gemelos lo miraba fijamente, como si estuviera siendo hipnotizado por las palabras susurradas.

El instante crucial se desencadenó cuando aquel hombre, percatándose de que sus palabras ejercían influencia sobre el niño, comenzó a susurrar un poco más fuerte. A solo unos pasos de distancia, pude notar que el niño dejó de mirar al extraño y desvió su atención a las vías del metro. En un escalofriante intento, el pequeño intentó arrojarse hacia las peligrosas profundidades, pero la madre, con instintos maternales agudos, logró sujetarlo justo a tiempo, sin embargo, esto parecía no ser suficiente, puesto que él pequeño luchaba con todas sus fuerzas para volver a intentar saltar.

No tuve más remedio que ayudar a la señora a intentar sostener al niño. Mientras intentábamos inmovilizar al niño en medio de la conmoción, aquella figura enigmática aprovechó la distracción general y se desvaneció en la oscura boca del túnel que se extendía tras las vías. Me percaté de que aquel hombre se adentraba en las profundidades del metro, desapareciendo en la oscuridad como una sombra.

Hasta el día de hoy, mi incertidumbre persiste en torno a la naturaleza de estos seres, que parecen tener la capacidad de influenciar a los más vulnerables de manera aterradora. La experiencia me dejó marcada, y aunque no puedo encontrar una explicación, esas personas me dan mucho miedo.

La última cosa que quiero relatar se desarrolló en una noche mientras ejercía mis labores como veladora en la estación del metro. Ya había experimentado varias noches de rutina sin incidentes particulares, y el ambiente parecía más apacible de lo habitual. Comenté con un colega sobre la extraña tranquilidad reinante, a lo que él respondió con una advertencia inquietante: “Disfruta los días tranquilos, porque si llegas a ver algo, no será para nada agradable”. Intrigada, le pregunté a qué se refería, y lo que escuché desató una serie de eventos que marcarían mi vida de una manera que jamás hubiera imaginado.

Mi colega compartió conmigo la leyenda del “mochado”, un alma en pena que, según los relatos, vagaba por las vías del metro en una perturbadora manifestación de su tragedia. Descrito como un hombre partido por la mitad, arrastrándose sin rumbo fijo, el “mochado” dejaba a su paso una macabra estela de sangre y, según algunos, mostraba visiblemente sus intestinos. La historia, basada en la tragedia de un hombre que, por algún descuido, había caído a las vías y sido partido por el metro, infundió en mí un temor inmediato. Nunca antes me había enfrentado a algo tan aterrador como la idea de encontrarme con un ser tan grotesco y perturbador.

A medida que avanzaba la noche, llegó el turno de realizar la rutina de vigilancia normal, y mi nerviosismo era palpable. Intentaba aparentar una falsa tranquilidad para evitar las burlas de mis colegas, pero en lo más profundo de mi ser, una sensación de malestar persistía. El presentimiento negativo que me embargaba era algo que no podía sacudir, pero la obligación de cumplir con mi trabajo me impulsó a hacer la guardia normal, acompañada por dos colegas.

La anticipación de encontrarme con el “mochado” llenaba el aire con un suspenso incómodo mientras explorábamos los rincones oscuros y desolados de la estación del metro. La luz titilante acentuaba las sombras, y cada sonido se magnificaba, aumentando mi ansiedad con cada paso. Mis compañeros compartían mi inquietud, y aunque nos esforzábamos por mantener la calma, la amenaza latente del alma en pena desataba un miedo colectivo.

De repente, un lamento resonó en el aire, emergiendo desde las profundidades de las vías. Al principio, pensamos que podría ser un eco del lugar, un susurro de la propia oscuridad subterránea. Sin embargo, segundos después, un grito más fuerte rompió el silencio, un grito que pedía ayuda y clamaba haber caído a las vías.

Nuestro deber dictaba que no podíamos ignorar la posibilidad de una emergencia, así que comenzamos a correr en dirección a las vías. Nuestro objetivo era rescatar a quienquiera que se encontrara en peligro y escoltarlo fuera de la estación. Al llegar, la sorpresa y confusión nos invadieron: no había nadie en las vías y los lamentos desesperados se habían extinguido en el aire.

Parecía que, de alguna manera, habíamos escuchado los gemidos del llamado “mochado”, el alma en pena que rondaba la estación. Justo cuando estábamos a punto de retirarnos, volvimos a escuchar débiles gemidos que provenían directamente de las vías del metro. Intrigados y un tanto temerosos, nos volvimos para enfrentar lo que parecía ser la manifestación de la leyenda: el torso deslizándose lentamente por las vías.

En un principio, la escena resultó surrealista, e incluso una risa nerviosa escapó de uno de nosotros. Sin embargo, la situación dio un giro inesperado. Algo saltó desde abajo de las vías, y cuando la figura quedó fuera de la penumbra, la horrorosa realidad se hizo evidente: solo eran un par de piernas, sin cuerpo arriba de ellas.

El pánico se apoderó de nuestro grupo, y todos corrimos desesperadamente, perseguidos por las piernas que se movían a una velocidad increíble. Cada vez que volteábamos, veíamos aquella escena surrealista de las piernas sin un cuerpo completo detrás de ellas.

Finalmente, logramos refugiarnos en una de las oficinas, escuchando cómo las piernas golpeaban la puerta con furia. Pasaron unos interminables 20 minutos antes de que el sonido se alejara lo suficiente como para que nos atreviéramos a salir, pero la imagen de esas piernas persiguiéndonos quedó grabada en nuestras mentes.

Esa fue nuestra última guardia en ese lugar, y afortunadamente fuimos asignados a otras estaciones. Jamás regresamos, y cada uno de nosotros lleva consigo el recuerdo de esa experiencia aterradora en las entrañas del metro de la Ciudad de México.

Autor: Liza Hernández.

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