Un Rezo Al Diablo Historia De Terror 2023

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Un Rezo Al Diablo Historia De Terror 2023

Un Rezo Al Diablo, Historia De Terror… Mi nombre es Lucía Torres, y actualmente soy profesora de inglés, pues realmente me apasiona la docencia. Trabajo en una prestigiosa preparatoria, en el corazón de la ciudad. Mi vida diaria es una rutina académica, siempre entre libros y jóvenes estudiantes ansiosos de adquirir conocimientos del mundo, aunque no todos.

Pero a pesar de la normalidad de mi vida, existen ciertas experiencias que he tenido, que perturban mi mente de vez en cuando.

Hace apenas unos días, en uno de nuestros descansos habituales, me encontraba compartiendo café y conversación con otra maestra. Entre risas y anécdotas de nuestros respectivos días laborales, la plática derivó hacia un territorio más oscuro e incomprensible que son las experiencias paranormales. Aquellos encuentros con lo misterioso, con lo raro, que han marcado nuestras vidas de formas que aún no podemos entender.

Aquella ocasión le relaté con detalles una experiencia que había vivido en mi juventud, una que aún hoy en día me hace estremecer. Y aunque noté un brillo de sorpresa y escepticismo en sus ojos, continué mi narración. Creo que, en el fondo, ella no me creyó del todo. Pero bueno, estoy dispuesta a compartir mi historia con quien se atreva  a leerla o escucharla, con la esperanza de que comprendan que lo bueno y lo malo coexisten en nuestro mundo. Y que a veces, lo malo se camufla de bondad para confundirnos y hacernos daño.

Todo sucedió cuando yo era una joven de 17 años, llena de dudas e inseguridades, tratando de comprender el complejo mundo del amor y las relaciones. Vivía en un pueblito de Morelos, un lugar en el que los días pasaban lenta y tranquilamente. Allí vivía con mi abuela y mi madre, dos mujeres fuertes a las que admiró hasta el día de hoy, quienes siempre han velado por mi bienestar.

Mi madre, pasaba la mayor parte del tiempo trabajando, siempre esforzándose por proporcionarme un futuro mejor. Como resultado, la mayoría de las veces me quedaba al cuidado de mi abuela, quien se convirtió en mi confidente y guía durante ese tiempo.

Por aquel entonces, me encontraba en un período de rebeldía y confusión. Había dejado la escuela durante un año, una decisión dada a mí bajo rendimiento académico y tomada como una forma de castigo por no haberme esforzado lo suficiente en mis estudios. En ese entonces no entendía el valor de la educación.

Ya que no iba a la escuela tenía que ayudar a mi abuela en las labores del hogar. Ella me había enseñado a cocinar y cada día preparábamos juntas la comida para las tres. También lavaba los trastes después de cada comida.

Además de cocinar y lavar los trastes, también me ocupaba de la ropa. Separaba la ropa por colores y tipos de tela antes de ponerla en la lavadora, con el fin de evitar que se dañaran o decoloraran. Me había acostumbrado al aroma del suavizante y a la sensación de la ropa fresca y limpia.

Cuando terminaba con la ropa, tomaba la escoba para barrer, quitando el polvo. Después, trapeaba, dejando el suelo brillante y limpio. Mis abuela siempre decían que uno podía decir mucho de una persona por cómo mantenía su hogar, por lo que siempre intentaba hacer las cosas lo mejor posible, aunque en el fondo ansiaba regresar a la escuela.

Además del quehacer, los domingos por la mañana eran especiales para mí y mi abuela. Asistíamos a la iglesia, ella era una mujer muy devota y disfrutaba de su fe. En esa iglesia, que destacaba por su arquitectura antigua y sus bancos de madera, también se encontraba Víctor, un amigo de la escuela que era sacristán. Estaba allí no por fe, sino también como castigo de su madre después de haberse escapado de su casa para ir a una fiesta de la preparatoria. Así que por un tiempo tendría que ayudar en las tareas de la iglesia.

Fue en esa misma iglesia donde conocí a Ramiro, un chico que acudía a la misa con su tía todos los domingos. La primera vez que lo vi, él estaba sentado en las bancas de la derecha, justo en la primera fila, mientras que yo estaba en las de la izquierda, en la tercera fila, así que podía verlo perfectamente. Me parecía el chico más guapo del mundo, su sonrisa iluminaba la iglesia entera y sus ojos rasgados me parecían las puertas del universo. Ese día llevaba una chamara azul marino que contrastaba con su piel clara y un pantalón de mezclilla.

Después de la misa, intenté encontrarlo entre la multitud, pero ya no lo vi.

Esa misma tarde, decidí ir a una de las pizzerías del centro con mis amigos. No soy una gran fanática del fútbol, por lo que cuando el partido comenzó en las pantallas del restaurante, me distraje mirando a las personas que entraban y salían del lugar. Fue entonces cuando lo vi. Era el chico de la iglesia y acababa de llegar con un par de amigos.

Mi corazón latió con fuerza al verlo entrar. Ramiro se dirigió hacia la mesa de enfrente, que casualmente daba hacia la televisión donde se transmitía el partido. Él y sus amigos parecían estar sumamente interesados en el juego, pero yo no podía quitar mis ojos de él. De vez en cuando, veía sus ojos desviarse del partido y mirar en mi dirección. Al principio pensé que estaba alucinando, pero mi amiga, que había notado mi interés, corroboró lo que estaba viendo.

No podía evitar sonreír cada vez que nuestros ojos se encontraban, y él correspondía a mis sonrisas con las suyas. Sentí una conexión inmediata con él, como si fuéramos dos piezas de un rompecabezas destinadas a encajar. Mis amigos querían irse después de un rato, pero les rogué que se quedaran un poco más. No quería perder la oportunidad de compartir aquel espacio con aquel chico.

Uno de mis amigos me comentó que el chico no era del pueblo, que venía de Puebla y probablemente por eso no lo había visto antes.

Luego de varios intercambios de miradas y sonrisas, una de las meseras del lugar se acercó a nuestra mesa con un licuado que yo no había pedido. Con una sonrisa, me dijo que la malteada era un regalo del chico de la mesa de enfrente. Aunque quise gritar de la emoción, simplemente le agradecí y le pedí que le diera las gracias a Ramiro por el licuado.

Cuando finalmente tuvimos que irnos, levanté la vista para despedirme de él. Ramiro me miró, sonrió y levantó su mano en señal de despedida. Yo hice lo mismo, sintiendo un cosquilleo en el estómago ante la idea de verlo de nuevo. Aquel día, que empezó como cualquier otro, terminó siendo lo que yo creí que sería la historia de amor más bella, aunque no fue así.

En fin, pasaron los días y me la pasaba pensando en él. Y en destino me sonrió cuando lo volví a ver de una semana,  una vez que había ido por unas cosas en el centro y esa vez aprovecho la oportunidad para invitarme a salir y con todo el entusiasmo del mundo acepté.

Fue un tranquilo domingo por la tarde cuando me encontré con él, el chico que había conocido en la iglesia y con quien había estado coqueteando en la pizzería. Decidimos dar un paseo casual, bajo el sol, refrescándonos con helado que compramos en el parque.

Mientras comíamos nuestros helados, empezamos a platicar, dejando que la conversación fluyera naturalmente. Me dijo que se llamaba Ramiro y compartió conmigo que era originario de Puebla y que se había mudado al pueblo para vivir con su tía debido a algunos problemas familiares que habían tenido. Por alguna razón sentí que podía confiar en él. Por mi parte, le hablé de mi vida, mis rutinas y los sueños que ansiaba lograr algún día. Fue sorprendente cómo nuestras palabras y risas llenaron la tarde, haciendo que el tiempo se pasará volando.

Después de terminar nuestros helados, decidimos explorar más allá y caminamos por una calle muy larga. Los adoquines bajo nuestros pies resplandecían con la luz del atardecer. Yo llevaba unos tacones altos, no fue la mejor idea para un paseo pero aproveché para acercarme más a él, así que le pedí que si podía tomarlo del brazo para mantener el equilibrio. Su brazo resultó ser el soporte perfecto, brindándome la estabilidad que necesitaba y me sentí muy feliz.

Cada vez que hablaba, su voz me parecía perfecta. Tenía un tono cálido y reconfortante que me hacía sentir la más afortunada. Y cada vez que sonreía, mi corazón parecía dar saltos de alegría.

Sé que suena a una historia de amor, pero no fue así, ese solo era el comienzo de una historia de terror absoluto.

Pasaron cinco meses desde aquel domingo. Durante ese tiempo, Ramiro y yo continuamos viéndonos a diario, aunque a veces solo por unos minutos. Cada encuentro era como una pequeña chispa de felicidad en mi vida. Sin embargo, a pesar de nuestra cercanía, nunca me pidió que fuéramos novios oficialmente y una pequeña voz en mi interior me decía que tal vez nunca lo haría.

Además, comenzó a cambiar. Empezó a pedirme dinero prestado, a pedirme que le comprara comida, y su trato hacia mí se volvió más frío y distante. Era como si se hubiera transformado en una persona completamente diferente a aquel chico encantador que conocí. A pesar de todo, no podía evitar sentir un fuerte apego hacia él.

Mi abuela y mi madre se percataron del cambio de mi comportamiento y de que mi apetito había disminuido considerablemente, y ya no mostraba interés en ayudar en las tareas del hogar. Mis amigos, viendo mi tristeza, me aconsejaban dejarlo, pero era algo que no podía hacer, lo quería demasiado. Estaba tan envuelta en mis sentimientos por Ramiro que cualquier sugerencia de romper con él era insoportable de escuchar.

Después de siete largos meses de estar con él, claro sin compromisos; Ramiro decidió poner fin a todo. Un día, sin previo aviso, simplemente me dijo que ya no podíamos estar juntos. Y con esas palabras, se alejó, como si el tiempo juntos no hubiera significado nada para él.

Para mí, a mis 17 años y viviendo mi primer amor, sentí como si el mundo se fuera acabar sin él. Sé que suena ridículo, pero a esa edad, cada experiencia se siente de una manera intensa. Sentía como si hubiera perdido una parte esencial de mí.

Era un jueves cuando sucedió. Ese mismo día, busqué consuelo en el lugar donde lo conocí: la iglesia. A esas horas, y entre semana, la iglesia estaba prácticamente vacía. Allí, bajo la gran cruz y los vitrales coloridos, me desmoroné y lloré, pidiéndole a Dios que me ayudara, que hiciera que Ramiro volviera a estar conmigo.

Mientras lloraba, sentí una mano tocar mi hombro. Al voltearme, vi que era Víctor, mi amigo sacristán, mirándome con preocupación. Al ver mi estado, me preguntó qué estaba pasando. Mientras lloraba, le conté todo: mi relación con Ramiro, cómo había cambiado y cómo había terminado todo.

Víctor escuchó en silencio, sus ojos reflejaban empatía. Cuando terminé, me dijo que no valía la pena sufrir tanto por alguien como Ramiro. Sin embargo, no pude evitarlo y le dije que no dijera eso. Le dije que él no entendía, que yo realmente quería a Ramiro, que deseaba con todo mi corazón que él volviera a ser el chico del que me había enamorado.

Víctor me miró en silencio durante unos momentos, como si estuviera pesando mis palabras. Continué llorando, podía sentir el dolor por la pérdida de Ramiro aún fresco en mi corazón. Después de un tiempo, que pareció una eternidad, Víctor finalmente habló, diciendo que él podría tener una solución para mi problema.

Me dijo que él había aprendido en la iglesia que había un santo que ayudaba a las personas que necesitaban algo relacionado con el amor y que si ponía toda mi fe, seguramente me ayudaría. Me dijo que era San Judas Tadeo y que tenía que poner una pequeña estatua en mi casa, en un altar, ponerlo de cabeza, con unas velas color rojo y que debía decir unas cuantas cosas.

Las lágrimas dejaron de brotar de mi rostro y comencé a escucharlo atentamente, pues era la oportunidad de que Ramiro se arrepintiera y volviera a estar conmigo.

Víctor me dijo que no me preocupara que él me daría la imagen del santo, así como las velas y lo que tenía que leer, que volviera al siguiente día a las 5 de la tarde. Me dijo también que lo único que quería era que estuviera bien y que la fe me iba a ayudar.

Le agradecí, porque me sentía mejor y ya tenía una esperanza de que todo estaría bien con quien en ese entonces creía que era el amor de mi vida.

Esa noche fue eterna, no pude dormir, me la pasé llorando y pensando en los buenos momentos que habíamos tenido Ramiro y yo, ni siquiera pensaba en los malos.

Al día siguiente ayudé un rato a mi abuela y a las 5 ya estaba en la iglesia como me había dicho Víctor. Cuando lo vi me dio una bolsa negra y me dijo que ahí estaba todo lo necesario para poner el altar.

Me dijo que no podía hablar mucho porque tenía trabajo, pero que en una hojita dentro de la bolsa estaban todas las instrucciones.

Asistí con la cabeza y le di las gracias. Me dio un abrazo y me fui a casa.

La verdad no le dije a nadie sobre eso a nadie, porque me daba mucha pena que se burlaran de mí o me regañaran. En el fondo me sentía ridícula por hacer algo así, pero de verdad sufrí mucho por Ramiro y solo quería que todo fuera como antes.

Al llegar a casa, decidí ignorar la cena con mi madre y mi abuela, debido a la falta de apetito. Apenas entré a mi habitación, el agotamiento me venció y me quedé dormida, aún con la bolsa negra sin abrir. Desperté alrededor de las diez de la noche y, me dispuse a abrir la bolsa.

Dentro encontré seis velas rojas, un manojo de hierbas secas y dos hojas de papel. Una de las hojas contenía una serie de oraciones que debía recitar, unas estaban en español y otras eran letras que no tenían ningún sentido y la otra las instrucciones detalladas. También había un frasco con un líquido extraño. Pero lo más importante de todo era la pequeña estatua de cerámica de San Judas Tadeo, estaba vestido de verde y tenía barba.

Bueno, me dispuse a hacer el altar, prender las velas, esparcir las hierbas sobre la mesita y decir las oraciones que decían la hojita, las que eran letra con letra me costaron mucho, no sabía cómo pronunciarlas, pero hice mi mayor esfuerzo, aparte agregué otras más que yo misma había creado diciendo el nombre de Ramiro.

Después de hacer todo eso me volví a dormir, pero soñé cosas muy extrañas que hicieron que me despertará abruptamente. Abrí los ojos y solo había oscuridad y hasta que mis ojos se acostumbraron a ella me di cuenta de que había una sombra cerca de la ventana, pero cuando limpie mis ojos con las manos ya no vi nada.

Unos segundos después se escuchó algo raro en la mesa, era como si un animal pequeño estuviera caminando ahí.

Por esa razón me levanté y prendí la luz, porque si era un ratón debía decirle a mi mamá. Me di cuenta de que no había nadie, pero algo llamó mi atención enormemente. Era la figura de San Judas Tadeo y parecía que estaba llorando sangre, pues de sus ojos salía un líquido rojo que goteaba en la mesa.

Un Rezo Al Diablo Historia De Terror

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Siendo totalmente sincera me asusté al principio, pues era algo anormal, algo que no debía ser, pero después recordé que en la tele había visto que esos eran milagros y me alegré, porque quizá eso significaba que Ramiro y yo volveríamos a estar juntos. Quizá el santo me había escuchado y me iba a ayudar.

Le di las gracias en mi mente, pero justo en ese instante se escuchó una voz susurrando en mi oído diciendo “Favor con favor se paga”. En ese momento comencé a gritar de miedo y fui corriendo al cuarto de mi abuela quien me preguntó que que me pasaba, no le respondí, pero le dije que por favor me dejará quedarme con ella esa noche y siendo tan amable como siempre me dijo que sí.

Me abrazó y me dijo que ella me estaba cuidando, que no pasaba nada. Le agradecí y minutos después me quedé dormida.

Al día siguiente desperté más tranquila y cuando me dispuse a ir a mi cuarto y tirar todo lo del altar del santo, porque ya me había dado miedo, alguien tocó la puerta y cuando abrí vi que era Ramiro. No podía creerlo, era él.

Me abrazó y me dijo que lo sentía, que se había dado cuenta que de verdad me quería y que quería hacer las cosas bien. Me quedé en shock. Estaba muy feliz, el santo me había ayudado. De verdad era un milagro.

Ese mismo día nos hicimos novios oficialmente y yo estaba muy contenta.

Pasamos el día juntos, vimos películas y reímos como antes. Esa misma noche le agradecí a San Juditas, todo era gracias a él.

Después de eso me fui a dormir pero algo volvió a despertarme, era la ventana de mi cuarto que se había abierto de par en par y el aire estaba soplando muy fuerte. Me asombré pues no era algo habitual y de repente el viento tiro todas las cosas del altar del santo.

Me levanté y prendí la luz de nuevo. Me di cuenta que las velas estaban por  el suelo, las hierbas y el líquido se había caído y derramado y lo peor era que el santo de cerámica se había hecho pedazos.

Pero eso no fue lo que me sorprendió enormemente. Había algo en el suelo que no tenía sentido.

Alrededor de los pedazos de cerámica había una pequeña figura negra en el piso, cuando la levanté para verla más de cerca era la figura de una cabra negra y tenía algo escrito abajo.

La solté inmediatamente y todo lo eche en la basura.

No pude dormir toda la noche, porque escuchaba cosas extrañas en el cuarto, había susurros diciendo que tenía que pagar el favor y que no me escaparía.

Me la pasé en vela totalmente en shock, muerta de miedo. Ni siquiera tuve el valor de ir con mi madre o mi abuela, simplemente estaba en una esquina de la cama hecha bolita del miedo.

Hasta que amaneció y fui corriendo a ver a Víctor. Le grité que que era todo eso y primero me dijo que no sabía de qué estaba hablando, pero le dije que no se hiciera tonto, que que era esa cabra y que porque escuchaba cosas raras por la noche.

El cedió finalmente y me dijo que lo sentía, pero que debía ofrecer algo a cambio de un favor que le había hecho el diablo. En ese momento le di una cachetada y le dije que porque me había hecho eso y me dijo que era porque había visto la oportunidad perfecta, aparte el diablo de verdad me había ayudado y ahora tenía que conseguir a algún sacrificio ´para saldar la deuda.

Lloré y lo odié con toda mi alma. Le había estado rezando al diablo, a algo malo, no a alguien bueno.

No tuve otra opción más que decirles a mi madre y a mi abuela. Ellas se asustaron mucho por su religión y me llevaron a la iglesia, hablaron con el padre y le contaron lo que había sucedido y el padre corrió a Víctor de la iglesia y después de eso jamás volví a verlo, al parecer se fue del pueblo o quizá algo muy malo le pasó.

El padre fue a mi casa y la bendijo al igual que a mí. Y funcionó, mi abuela me dijo que Dios siempre nos iba a ayudar sin importar que.

Días después terminé mi relación con Ramiro y aunque le sorprendió acepto. Yo sabía que había sobrepasado los límites por amor, por uno que no valía la pena y que sí se había portado bien de nuevo conmigo no era real, solo algo que hizo el diablo.

Acepté dejarlo ir y jamás hacer nada para que alguien me quiera.

El mal esta en todos lados, incluso se disfraza del bien para entrar en nuestras vidas, así que debemos ser cuidadosos y pensar bien en lo que hacemos por amor.

Autor: Lyz Rayón.

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