El Diablo Da La Misa Historia De Terror 2023
El Diablo Da La Misa, Historia De Terror… Me llamo Lucía Gómez y tengo 58 años. Mi vida siempre ha girado alrededor de la fe. Creo en Dios y siempre lo he hecho, igual que las generaciones de mi familia antes que yo.
Mis abuelos eran personas muy religiosas. Eran católicos y vivían su fe todos los días. Mis padres heredaron el mismo amor por la religión. Siguiendo sus pasos, también fueron católicos y me enseñaron a vivir de acuerdo a las enseñanzas de nuestra fe desde que era niña.
Y hasta el día de hoy voy de la mano de mi compañero de vida, mi esposo, Carlos. Desde que cruzamos nuestras vidas, hemos compartido no solo nuestras alegrías y tristezas, sino también nuestra fe y nuestra creencia en Dios.
Él, al igual que yo, se ha mantenido firme en su devoción y juntos, día tras día, nos esforzamos por vivir de acuerdo a los valores y enseñanzas de nuestra religión católica.
Ambos entendemos y creemos profundamente en la importancia de la fe en nuestras vidas. Nuestra creencia en Dios no solo nos da fuerza y esperanza en los momentos difíciles, sino que también nos ayuda a apreciar las bendiciones y alegrías cotidianas.
Juntos, trabajamos incansablemente para mantener viva la tradición de nuestra fe, transmitiendo nuestras creencias y valores a nuestros hijos y nietos, cultivando en ellos el amor y el respeto por nuestra religión.
En nuestro hogar, la fe es una parte de nuestra vida, es el núcleo de nuestra existencia. No se trata solo de ir a misa los domingos, sino de cómo vivimos cada momento de cada día. Nuestra casa está llena de amor, bondad y compasión, valores que nuestra fe nos ha enseñado a valorar.
Cada noche, antes de dormir, decimos nuestras oraciones juntos, agradeciendo por las bendiciones que hemos recibido y pidiendo guía para el día siguiente.
En fin, tenemos 3 hijos, los 3 son hombres, Julio tiene 20, Raúl 17 y el más pequeño Omar tiene 15.
Era un sábado cualquiera y tras una semana de trabajo y responsabilidades que nos habían dejado agotados habíamos decidido ir al centro de la ciudad.
Tlaxcala es un lugar muy bonito y en especial el centro en fin de semana.
Nuestra mañana comenzó en un pequeño restaurante situado en una de las largas calles del centro. Ahí, las mesas eran madera rústica, y el aroma del café recién hecho nos invitaba a empezar el día con una sonrisa. Desayunamos con calma, disfrutando de los sabores y de nuestra compañía familiar.
Luego de saborear los últimos sorbos de café, nos dirigimos a caminar mientras comíamos un helado.
Después de la función, decidimos ir a un parque cercano. Era muy bonito, rodeado de árboles y mucha actividad. Fue allí donde nos topamos con un grupo de chicos, amigos de mi hijo Raúl. Habían tenido un partido de fútbol esa mañana y se habían quedado a platicar bajo la sombra de los árboles.
A mí siempre me ha caído muy bien esos jóvenes, así que nos acomodamos en una de las bancas de piedra y dejamos que Raúl se uniera a sus amigos. Mientras tanto, nosotros, empezamos a planear la hora en que iríamos a la misa de la mañana al día siguiente.
Frente a nosotros estaba la iglesia, su campanario era muy bonito y justamente me gustaba ese parque porque me recordaba a los domingos por la mañana dedicados a la fe y a Dios.
Desde nuestra posición, podíamos escuchar a los amigos de Raúl hablando con entusiasmo. Estaban hablando en voz alta. Pero entonces, algo ocurrió. Un chico llamado Oscar, les preguntó algo inusual. Quería saber si alguien del grupo conocía la leyenda de la iglesia.
Las respuestas fueron negativas, todos negaron con la cabeza. Uno de ellos, animó a Oscar a contar la historia. Entonces Oscar, con una sonrisa misteriosa en su rostro, empezó a narrar.
En nuestra banca, mi esposo y mis otros dos hijos estaban inmersos en su propia conversación, hablando de sus semanas agotadoras en el trabajo y en la escuela, y de los últimos acontecimientos en el mundo del fútbol. Pero yo no podía concentrarme en nada de eso. La historia de Oscar había capturado mi curiosidad.
Más que nada por mi religión y porque todos los domingos íbamos a esa iglesia.
Justamente llevo toda una vida yendo a misa. Pero una de ellas es la que más me ha marcado.
Bueno, pues Oscar comenzó a contar que uno de sus tíos le había dicho que hace muchos años, en esa misma iglesia, ocurrió un evento que marcó la vida de todos los presentes.
La protagonista de la historia era Teresa, una mujer profundamente comprometida con su fe y devoción hacia la iglesia. Lamentablemente, fue poseída por un demonio conocido como “shayatín”, un espíritu maligno que se creía era enviado por el mismísimo Lucifer para realizar actos maléficos en los cuerpos de las personas.
El padre de la época asumió la responsabilidad de llevar a cabo el exorcismo en Teresa. Sin embargo, debido a su falta de preparación y experiencia en estos asuntos, todo se salió de control. El demonio logró apoderarse del cuerpo del sacerdote, provocándole convulsiones y alterando drásticamente su voz, que adquirió un tono grave, parecido a una voz proveniente del más allá.
Con una fuerza descomunal, el padre poseído comenzó a arremeter contra los presentes, lanzándolos violentamente a medida que se desarrollaba el exorcismo. En medio del caos, otro sacerdote se percató de la situación y decidió intervenir. Con valentía, se acercó al demonio y propuso un trato para proteger a la comunidad y a ellos mismos.
El pacto consistía en que el demonio dejaría de causarles daño y los dejaría en paz, a cambio de que ellos mantuvieran silencio sobre lo sucedido y permitieran al demonio regresar cada 30 años para poseer a los padres de la iglesia de ese momento y hacer con ellos lo que deseara.
Sorprendentemente, el demonio aceptó el trato propuesto, y Oscar, quien contaba la historia, mencionó que su tío le había advertido recientemente que el plazo de 30 años se estaba agotando y se rumoreaba que el demonio estaría al acecho, listo para llevar a cabo su promesa y poseer a alguno de los sacerdotes actuales de aquella iglesia.
En el momento en que Oscar terminó el relato me molesté tanto que iba a tomar a Raúl del brazo para que nos fuéramos, pero algo me interrumpió.
De la iglesia iba saliendo el padre Armando, pero iba gritando cosas que no se entendían, no sé si era porque estábamos lejos y no entendíamos bien o porque realmente estaba diciendo cosas sin sentido.
Iba completamente desnudo, con una cruz roja gigante pintada en el pecho.
El padre Ramón intentaba alcanzarlo, gritándole que parara, pero el padre Armando ni siquiera se inmutaba, simplemente seguía corriendo rápidamente.
Mi familia, los amigos de Raúl y yo nos quedamos totalmente sorprendidos
Oscar dijo que su tío tenía razón, que seguramente el padre Armando estaba poseído.
Yo les grité a mis hijos que nos fuéramos de ahí y tomamos un taxi que nos llevó a casa.
Cuando llegamos todos estábamos sudando frío y cuando mi esposo quiso sacar el tema a relucir le dije que no dijera nada, que esos eran rumores y que seguramente el incidente del padre Armando tenía alguna explicación y mañana se lo preguntaríamos al padre Ramón.
Sabía que mi esposo no había escuchado la historia que había contado Oscar, pero si había escuchado cuando dijo que seguramente el padre Armando estaba poseído.
Para mí todo lo que había contado el amigo de mi hijo era una completa falta de respeto hacía la iglesia y no entendía cómo era posible que su tío fuera capaz de contarle esas historias tan retorcidas y falsas.
Hablé en privado con Raúl y le dije que no mencionara nada sobre lo que su amigo había contado, porque no quería que él estuviera diciendo mentiras y blasfemando.
Raúl me dijo que no comentaría nada y que no me preocupará pues él ya sabía que su amigo siempre contaba cosas que no eran verdad.
Esa tarde todos comimos en silencio y después de eso alguien tocó la puerta. Cuando abrí me di cuenta de que era la vecina Francisca quien me iba a contar lo que estaban diciendo acerca del padre Armando, que había salido corriendo desnudo de la iglesia y lo poco decente que le parecía eso.
Yo le mentí diciendo que no había visto nada, era una mentira piadosa, pero necesaria para no seguir alimentando un chisme.
Le dije también que seguramente eso no era cierto y de ser verdad alguna explicación habría de tener.
Al día siguiente en misa lo averiguaríamos.
La tarde transcurrió y poco a poco pensaba en otras cosas y ya no lo que había escuchado y visto en el parque.
Llegada la noche mi familia y yo vimos películas de comedia y comimos palomitas. Eran más o menos las 10 de la noche y como a las doce de la noche todos nos fuimos a dormir, puesto que al día siguiente debíamos ir a misa temprano.
Estaba muy cansada, así que el sueño me venció, pero alrededor de las 3 de la mañana un fuerte sonido me despertó.
Mi esposo ya estaba despierto, sentado en la orilla de la cama y cuando me vio despierta me preguntó porque estaba sonando la campana de la iglesia a las tres de la mañana, eso era algo inusual, casi imposible. A menos que tuvieran una emergencia.
Mis hijos no se despertaron, así que nosotros no lo hicimos, era mejor que no se enteraran de nada.
Yo me preocupé y le dije que pidiéramos un taxi para ir hacía allá, que tal si algo había ocurrido.
Cuando salimos a esperar el taxi notamos que muchas personas también estaban afuera murmurando sobre lo que estaba pasando. Doña Francisca me dijo que jamás en todo el tiempo que había vivido ahí se había escuchado la campana a esas horas.
Le dije que nosotros iríamos a ver que estaba sucediendo y me dijo que la mantuviera al tanto. Era mi amiga, pero a veces me caía mal por chismosa.
La campana no dejaba de sonar y sonar mientras íbamos en el taxi.
Cuando llegamos notamos que había alguien en donde se situaba la campana. Era el padre Armando que estaba moviéndola repetidas veces. Pero atrás de él estaba el padre Ramón. Que parecía querer frenarlo, pero no lo lograba.
Al ver que varias personas éramos espectadoras, el padre Ramón nos gritó desde ahí que nos fuéramos a casa, que todo estaba bien, era solo que el padre Armando había tenido una crisis de ansiedad.
La verdad a mí me parecía otra cosa, pero decidí creerle y le dije a mi esposo que nos fuéramos.
Un rato después de llegar a casa el sonido de la campana cesó y no se volvió a escuchar en toda la madrugada.
Pero lo peor de todo sucedió ese domingo. Nos levantamos a las siete de la mañana y nos preparamos para ir a la misa de nueve. Yo estaba intrigada por todos los sucesos del día anterior y de la madrugada. Quería saber que sucedía realmente con el padre Armando. Mi esposo tomó mi mano antes de entrar a la iglesia, dándome seguridad.
Llegamos y nos sentamos hasta adelante porque, como mi familia y yo siempre éramos de los primeros en llegar a la iglesia, teníamos lugares para escoger. A veces mis hijos no querían despertarse tan temprano en domingos, pero yo siempre les decía que así como tenían una obligación en la escuela, también tenían una obligación con Dios.
Eran las 8:20 de la mañana cuando llegamos, así que no había nadie más en la iglesia, pero mientras más pasaba el tiempo más gente iba llegando.
La gente que estaba atrás de nosotros estaba hablando sobre la campana que había sonado la noche anterior y me estaba poniendo nerviosa. De repente se me pasó por la mente que a lo mejor lo que había dicho Oscar era verdad, aunque fui más razonable pensando que un chico de su edad no podría tener razón sobre algo así. Era seguro que los eventos que habían sucedido eran solo una coincidencia.
Cuando el reloj dio las 9 de la mañana la iglesia estaba completamente llena, de hecho hasta había gente afuera parada para poder escuchar.
La misa comienza a su debido tiempo. El coro que estaba conformado por niños comenzó a cantar y varios hombres tocaron sus instrumentos. Cantamos las canciones para iniciar y unos minutos después salió el padre Armando, vestido con una túnica blanca. Todos nos levantamos de las bancas de madera en señal de respeto.
Cuando lo vi ahí me sentí más tranquila eso significaba que todo estaba bien. A todos nos encantaba cómo el padre Armando daba la homilía. Para quienes no sepan, la homilía es la parte donde el sacerdote da un pequeño sermón y reflexión sobre las lecturas del día. Su manera de hablar siempre nos llenaba el alma de paz.
Pero cuando lo vi más detenidamente me di cuenta de que el padre Armando lucía diferente, con un aspecto extraño y mostrando signos evidentes de cansancio y palidez.
Sorprendentemente, su habitual sonrisa no se veía en su rostro. Caminó hasta el altar con paso lento y realizó una reverencia antes de dar inicio a la misa.
Pronunció el saludo inicial y llevó a cabo el acto penitencial, sin embargo, su voz sonaba débil, ronca y algo extraña. Durante el momento de las lecturas y el salmo, prefirió permanecer sentado en su silla, mirando hacia el vacío. Sus ojos estaban entrecerrados, como si tuviera la intención de descansar o incluso dormir.
Además, comenzó a sudar, demostrando una clara incomodidad o nerviosismo.
Mi esposo dirigió una mirada silenciosa hacia mí, inquiriendo si acaso el padre Armando estaría sufriendo de alguna enfermedad, a lo cual respondí afirmativamente con un asentimiento preocupado, aunque ambos sabíamos que era algo más.
El semblante del sacerdote lucía desolador, evidenciando un estado de salud sumamente deteriorado. Acto seguido, dio inicio a la homilía que tanto anhelábamos escuchar.
Todos los presentes aguardábamos con expectación sus palabras, esperando que, quizás, compartiera con nosotros los pormenores de su malestar, que nos dijera que se sentía mal o algo parecido, pero no fue así.
Se posicionó en el podio y nos miró con asco. En su cara había gestos de disgusto y, por un fugaz instante y hasta parecía que iba a vomitar. Sin embargo trató de hacer un esfuerzo por leer.
Comenzó diciendo “aquella mañana, durante las lecturas sagradas, Jesús nos transmitió su mensaje…” Sin embargo, en medio de su discurso, el padre Armando detuvo abruptamente sus palabras. Tomó su mano para secarse el sudor y, de pronto, una serie de toses irrumpieron en el ambiente.
A través del sistema de amplificación, las palabras emitidas se volvieron ininteligibles, sumiendo a los fieles en un desconcierto.
Hasta que de pronto comenzó a decir cosas muy feas, groserías y maldiciones. Todos estábamos disgustados pues el hecho de que se encontrara enfermo no justificaba de ninguna manera las obscenidades que salieron de sus labios en aquel sagrado recinto.
Luego comenzó a decir “Perdón, me corrijo. En las lecturas de hoy…” y una vez más, su oratoria se vio interrumpida. Su voz adquirió un timbre diferente, una profundidad siniestra. “Hijos de…”, alcanzamos a percibir. Los suspiros de incredulidad se propagaron entre las personas que estaban ahí, incluso hubo abucheos. Todos escuchábamos perplejos las palabras que dijo a continuación, palabras que nunca olvidaré, comenzó a aclararse la garganta y sus ojos se veían extraños, hasta que dijo: “Todos van a arder en el infierno”.
El Diablo Da La Misa Historia De Terror
Esa no era, sin duda, la voz que conocíamos del padre Armando. En ese momento me di cuenta de que probablemente lo que decía Oscar era verdad, no entendía cómo es que su tío sabía esa información, seguramente lo había escuchado de alguien más, pero me dolía en el alma saber que en la iglesia a la que acudíamos todos los domingos estaba oculto un horrible demonio y que probablemente se había adueñado de la vida del padre Armando.
Después de que todos escuchamos tan perturbadora declaración, algunos se levantaron y abandonaron el recinto eclesiástico. Los ministros, desconcertados, no sabían cómo actuar ni qué medidas tomar. El padre Ramón solo negaba con la cabeza admitiendo su desaprobación y poniéndose muy nervioso.
Mis hijos nos miraron buscando una respuesta, pero nosotros no la sabíamos.
El padre Armando comenzó a respirar con dificultad, su cuerpo parecía desvanecerse, pero con determinación se aferró al podio para no sucumbir. Uno de los ministros, alerta ante su evidente desfallecimiento, se levantó de su asiento y corrió en su auxilio, sosteniéndolo para evitar su caída. Sin embargo, el sacerdote finalmente se desplomó, incapaz de resistir las fuerzas que lo abandonaban.
Testigos de aquel dramático episodio, otras de las personas que estaban en la iglesia, se acercaron rápidamente, brindando su apoyo y pronunciando gritos alarmados. Cargaron al padre Armando en sus brazos y lo llevaron con premura hasta las oficinas parroquiales. La misa, en aquella mañana, había concluido de manera abrupta y sobrecogedora.
El padre Ramón nos dijo que no nos preocupáramos, que el padre estaría bien, que solo estaba pasando por ataques severos de ansiedad.
Nos fuimos a casa y no volvimos a hablar del tema, no les permití a mis hijos ni a mi esposo decir nada sobre el tema, pero no evitaba pensar por las noches que había sucedido realmente con el padre Armando.
El siguiente domingo, el padre Ramón, nos informó sobre la grave enfermedad que aquejaba al padre Armando, aunque curiosamente omitió hacer mención alguna acerca de la voz profunda y ronca que nos había dicho que nos iríamos al infierno.
Fue precisamente en aquella ocasión la última en que tuvimos la oportunidad de ver al padre Armando en la iglesia. Sus palabras dejaron en nosotros incertidumbre y asombro, pero la falta de explicaciones por parte del padre Ramón nos dejó con un vacío de respuestas. Porque aunque varias personas se acercaran a preguntarle que había pasado en realidad, él ignoraba por completo las preguntas.
Desde entonces, la ausencia del padre Armando se hizo evidente en cada celebración dominical. Extrañábamos su presencia reconfortante y sus enseñanzas llenas de sabiduría. Los feligreses buscaban entre sí alguna noticia o información adicional, pero solo encontrábamos rumores vagos y especulaciones sin fundamento. La parroquia se sumió en una sensación de desconcierto y nostalgia.
El demonio si se había apoderado de él. De eso no me queda ninguna duda.
Autor: Lyz Rayón.
Derechos Reservados
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