Pacto Con El Charro Negro 2023

pacto-con-el-charro-negro

Pacto Con El Charro Negro 2023

Pacto Con El Charro Negro… Tenía 12 años y vivía con mis padres y el abuelo Beto. Todo era normal en nuestras vidas. Vivíamos en el pequeño pueblo. Era el año 1996 y la mayoría de los hombres emigraban a los Estados Unidos o se iban a trabajar a la Ciudad de México, pero eso no pasó con mi familia.

Mi padre se quedó a trabajar el campo y mi abuelo no hacía nada, nunca tuvo la iniciativa para salir a buscar nuevas oportunidades, y arrastró a mi padre a vivir en ese pueblo ya que lo convenció de que era su responsabilidad cuidarlo.

Entonces, todo continuó de manera normal, pero cada vez más pobres. Era muy triste que muchas veces no tuviéramos ni para comer a pesar de trabajar arduas horas en el campo, sinceramente parecía no valer la pena el cansancio.

Mi madre se encargaba de las labores del hogar, la comida y del cuidado del abuelo, quien era un viejito que siempre se estaba quejando y haciendo bromas de mal gusto, por las tardes a veces se iba a tomar caña con sus amigos en el centro del pueblo y muchas veces llegaba borracho y empezaba a hacer un escándalo espantoso y no nos dejaba dormir.

A pesar de eso me llevaba bien con él, me enseñaba a tocar la guitarra y siempre platicábamos mucho. Mis padres no lo entendían, pero yo sí. Solo necesitaba atención, quería que supieran que existía y por eso hacía lo que hacía.

A veces me llevaba con sus amigos y mientras ellos tomaban yo me la pasaba jugando con otro niño, nieto de uno de los amigos de mi abuelo Beto.

Siempre me decía que él merecía ser rico, porque tenía el porte, pero no el dinero y siempre repetía que nunca era tarde.

Aún estaba fuerte, podía caminar bien, no le dolía nada, pero eso sí, nunca nos ayudaba en el campo, se limitaba a vernos trabajar cuando nos acompañaba y hasta a decirnos que estábamos haciendo mal y regañarnos.

Un día, mi padre y yo llegamos a casa después de un largo día de trabajo. Teníamos la esperanza de una buena cosecha. Cansados, entramos a nuestro hogar y encontramos que mi madre estaba muy espantada.

Decía que no quería entrar a la cocina, pues el abuelo llevaba ahí varias horas hablando solo. Había trancado la puerta desde adentro y, por más que ella le hablaba y trataba de entrar, no podía hacerlo. Pero eso no era lo que la había espantado, sino que entre tantas palabrerías hablaba el viejo, se escuchaba que le respondían.

Lo que no podía ser, pues en esa casa solo vivíamos mi papá, mi mamá, el abuelo, y yo y en ningún momento había entrado alguien más a la casa.

Comenzamos a tocar la puerta de la cocina, le decíamos al abuelo que abriera, pero solo escuchábamos carcajadas.

Entonces, mi padre fue por un machete y unas pinzas. La puerta era de madera, no quedaba de otra, había que derribarla. Tratamos de hacerlo, pero por algún motivo no se podía, era extraño. Entonces, tuvimos que pensar en otra manera para entrar, y la única opción que nos quedaba era entrar por el techo, el cual era de tejas.

Solo había que levantarlas y ya podríamos entrar. Yo me ofrecí a subir, ya que mi padre estaba muy cansado, era mejor que se quedara con mi madre. Coloqué una vieja escalera de madera sobre la pared y comencé a subir.

Ya era prácticamente de noche, así que no se veía mucho y los árboles de la calle cubrían con sus ramas partes del techo. El viento las movía, lo que hacía algo escalofriante estar ahí, pero en fin, tenía que entrar por el abuelo.

Cuando quité la primera teja, escuché como si algo saltara del techo a las ramas de los árboles, luego cayera fuera de la casa y se fuera corriendo por el camino. Lo único que alcancé a ver de reojo fue algo parecido a una cabra, en ese momento pensé que había sido mi imaginación y aunque sí me dio algo de miedo decidí concentrarme en lo que estaba haciendo.

Seguí quitando tejas hasta que fue suficiente y, de un brinco, me metí a la cocina. El foco estaba prendido, pero a simple vista no pude encontrar a nadie. Empecé a buscar y, en una esquina, tapado con una cobija, estaba mi abuelo hecho bolita.

Su sombrero de Palma le tapaba la cara, solo se le veía la barbilla, así que le di unas palmadas en el hombro y le dije que ya se levantara, que ya era hora de cenar, que debía estar bien, pues ya había asustado a mi madre. Solo me respondió con un quejido, y yo pensé que quizá estaba borracho, así que no le hice mucho caso y fui a ver por qué no se podía abrir la puerta. Para mi sorpresa, estaba entreabierta.

Al salir, les hablé a mis padres. Entonces, cuando llegaron conmigo, les dije que el abuelo estaba en la esquina. Pero de repente, comenzaron a tocar la puerta de la calle. Mi padre me dijo que fuera a ver quién era, mientras ellos prepararían algo de cenar y despertarían al viejo.

Debo decir que, para llegar a la puerta de la calle, tenía que recorrer un pasillo ancho de unos seis metros de largo, y nunca se me había hecho tan difícil como en esa ocasión. Sentía muchos escalofríos, pero cuando llegué a la puerta y pregunté quién era, la respuesta me congeló la sangre.

Era la voz del abuelo que me decía que le abriera, que tenía mucho frío allá afuera. Me acerqué a una rendija que daba hacia la calle y, con temor, pude ver que efectivamente era mi abuelo el que estaba parado ahí afuera. Entonces, le abrí y se metió a la casa como si nada, solo que le faltaba su sombrero.

Mientras caminábamos a la cocina, le pregunté si lo había perdido, a lo que respondió que sí, que lo había perdido en una apuesta, yo le pregunté con quién había perdido la apuesta, y él solo me dijo que había jugado con un jinete que se encontró en el cerro.

Pero en ese momento, lo que más me preocupaba era saber quién estaba bajo la cobija en la cocina. Así que le dije al abuelo que fuéramos rápido hacia allá, solo para toparnos con mi madre y mi padre hincados en el piso rezando el rosario, completamente aterrorizados.

Les hablé por un rato, pero no reaccionaban. Entonces, mi abuelo abrazó a mi padre y lo sacudió hasta que pudo entrar en razón. Rápidamente, le pregunté qué había pasado, a lo que, atemorizado, respondió que mi mamá y él habían entrado a la cocina, y que ella iba a ponerse a preparar algo para comer, entonces él fue a ver qué tenía su padre, y cuando levantó la cobija que lo tapaba, salió un hombre descarnado que se fue por el agujero que yo había hecho en las tejas, no sin antes mirarlos fijamente con una sonrisa aterradora.

Cuando mi padre terminó de hablar yo comencé a temblar y el abuelo solo comenzó preocuparse y a decir que seguramente había sido algún ladrón y que debíamos tener cuidado. Aunque en realidad no había mucho que un ladrón pudiera quitarnos, pues éramos muy pobres.

Esa noche, mi padre y mi madre se fueron a su cuarto, ni siquiera cenaron. Yo me quedé con mi abuelo a tapar el agujero del techo de la cocina. También buscamos intrusos por toda la casa, pero no encontramos a nadie.

Le pregunté a mi abuelo sobre su encuentro con el jinete y me contó que mientras regresaba a casa por un camino rocoso alguien dijo su nombre y cuando volteó vio a un hombre vestido de negro en un caballo, le pregunté que si no le había dado miedo y me dijo que no, porque el jinete le dijo que hicieran la apuesta y que si mi abuelo ganaba obtendría mucho dinero y si perdía le quitaría el sombrero. Ya no le pregunté más, porque no quería tener más miedo del que ya tenía.

Aquella noche me costó dormir pues escuchaba que alguien estaba caminando en el techo y escuchaba carcajadas afuera de la casa.

Al día siguiente, el ambiente era tenso. La casa estaba muy fría y mi madre se negó a quedarse sola en el lugar. Ese día, fue con nosotros al campo. Y fue entonces que le preguntamos al abuelo si quería ir con nosotros, pero dijo que no, que tenía otro asunto que atender.

No le insistimos más, y después de un arduo día de trabajo, llegó la tarde y regresamos a casa. Todo estaba relativamente en paz, solo faltaba el viejo que no llegaba. Pasaron las horas y mis padres se fueron a dormir, yo me quedé esperando al abuelo en el pasillo, me envolví en una cobija y me quedé dormido sin darme cuenta.

Después de un rato, sentí que alguien me movía. Era el viejo que trataba de despertarme. Me tallé los ojos y le pregunté la hora, me dijo que eran las dos de la mañana. Pero había algo raro en él, parecía nervioso y, en vez de meternos a dormir, me dijo que lo acompañara, que tenía que hablar con alguien, pero no quería ir solo.

Se puso muy necio. Esa vez no quise despertar a mis padres y, pues, terminé acompañándolo, aunque debo aceptar que tenía mucho miedo, era muy tarde y normalmente no salíamos a esa hora por nada del mundo, pero no tenía más opción que acompañarlos, porque cuando se ponía necio era capaz de despertar a todos y hacer un escándalo, así que lo acompañé.

Comenzamos a caminar y a caminar por mucho tiempo. Yo ya estaba cansado cuando íbamos a la mitad del pueblo y le dije a mi abuelo que mejor regresáramos que ya debían ser como las tres de la mañana, pero el viejo ni me contestaba. Era como si mi opinión no le importara.

Después de lo que calculo fue una hora nos encontrábamos fuera del pueblo. Le cuestioné el por qué, pero solo me dijo que me callara, que el jinete nos esperaría para darnos algo bueno, que nos convenía. Tomamos la vereda que daba a un lugar llamado cañada, donde había varias piedras encimadas que simulaban una torre.

Cuando llegamos a dicho lugar, todo estaba en silencio. No parecía que hubiera otra persona por ahí. Cuando de pronto, sentí un mareo muy fuerte. Caí al piso y no me podía mover. Creí que me desmayaría, pero no. Simplemente no podía moverme y, como caí boca abajo, solo podía ver un poco frente a mí.

Pero lo curioso fue que mi abuelo seguía en pie y no hacía nada para ayudarme. De la nada, comenzó a hablar. No entendía bien lo que decía, solo algo de un dinero. Pero sí había alguien que le respondía, era una voz desconocida, la voz de un hombre. Sentía mucho miedo y mucho frío estando ahí tirado en el piso.

Como pude, traté de voltear hacia un lado, lo que me fue muy difícil no solo porque no me podía mover, sino también porque tenía pánico. Entonces, vi las patas de un caballo que estaban ardiendo en llamas. Sin embargo, lo que terminó de asustarme fue que la persona sobre el caballo le dijo a mi abuelo que le diera al muchacho y que ya quedarían a mano.

Pacto Con El Charro Negro

pacto-con-el-charro-negro
pacto-con-el-charro-negro

En ese momento, el miedo y la desesperación no me dejaron seguir escuchando. Solo quería huir de ahí. En eso estaba cuando pude ver cómo el caballo se alejaba y poco a poco se podía apreciar mejor quién era ese sujeto. Pronto llegué a una conclusión de que estaba viendo al Charro Negro. Una leyenda de la que se hablaba mucho en el pueblo, mucha gente decía haberlo visto y la verdad yo no creía en eso, hasta ese día.

Se decía que el Charro Negro era un espíritu maligno o un demonio que tenía la capacidad de controlar a los caballos y causar terror en aquellos que se encontraban en su camino. Y que incluso hacía tratos o apuestas a cambio de almas. Se le atribuían poderes sobrenaturales, como el de desaparecer y aparecer repentinamente, así como el de producir vientos fuertes y tormentas.

Después de unos minutos, cuando ya nos hallábamos solos, mi abuelo y yo, pude lentamente ponerme de pie. Y cuando quise cuestionarle lo que había pasado, solo me miró a los ojos y me dijo que no me preocupara que él iba a pagar esa deuda.

Estaba demasiado enojado con él, no podía creer que fuera ofrecerme como sacrificio a un ente demoniaco, que me hubiera llevado con engaños hasta allá y me haya hecho presenciar ese horrible escenario.

Esa madrugada pude notar que algo cambió dentro de él. Al día siguiente, me preparé para ir a trabajar al campo, pero mi padre me llamó a la cocina. Ahí estaban él y mi abuelo. Parecían estar molestos. Según me dijeron, ya no haríamos el trabajo del campo, pues mi abuelo misteriosamente había recibido un dinero, una herencia de su padre, y quería que lo usáramos para construir una nueva casa y poner algunos negocios. Mi padre no estaba de acuerdo, pues le resultaba muy rara esa historia.

Además, él sabía cómo era el viejo y directamente le preguntó si no había hecho un pacto con alguna cosa mala. Mi padre sabía que el abuelo creía en todo eso del ocultismo y le dejó claro que no quería nada que fuera del mal.

Yo le conté a mi padre lo que había pasado por la madrugada y él se enojó terriblemente y se enojó con el mismo diciendo que era su culpa por no cuidarme bien, pero le dije que no se preocupara, pues no había pasado nada más grave y que lo mejor era que el abuelo se fuera de la casa para que no cayera alguna maldición sobre la familia y mi padre lo corrió completamente furioso por lo que había hecho, entonces, mi abuelo se fue de la casa con mucho orgullo y, según dijo, no volvería.

Incluso se burló de nosotros y dijo que ser como éramos no nos llevaría a nada, que él quería compartir su fortuna con nosotros y ni siquiera le agradecíamos.

Todos estábamos muy sentidos con él, porque él sabía perfectamente que esas cosas no estaban bien, que como siempre favor con favor se paga y quien sabe que le iba a dar al charro negro para que su deuda quedara saldada.

Los días pasaban y sin darnos cuenta, pasó un año.

En el pueblo se hablaba de Beto, que era mi abuelo, de cómo compraba casas, terrenos y animales. Se dio a conocer como el rico del lugar. Un día, me mandó a llamar a mí. No me interesaba su dinero, pero igual fui a verlo porque era mi abuelo, era mi familia a pesar de todo. Después de todo, antes nos llevábamos bien y siempre me preocupaba por él.

Cuando llegué a su nueva casa, no lo podía creer. Era una mansión de lujo, pero vacía. No había nadie más viviendo en ella, solo él. Entonces, lo vi. Parecía más viejo de lo que era y daba la impresión de estar muy enfermo.

Aunque con dificultades aún podía caminar. Cuando me vio, no perdió el tiempo y me dijo que cuando él muriera a mí me tocaba llevar su morralito. Entonces sacó un pequeño morral que colgaba de su cuello y ocultaba bajo una chamarra que siempre tenía puesta. Miró fijamente aquel morral y me dijo que ahí estaba todo su dinero.

Con una mano, sacó una paca de billetes y quiso dármelos, pero algo dentro de mí me hizo rechazarlos. Solo le dije que mejor me los guardara para después y me fui de ahí.

No les conté a mis padres que había ido a ver al abuelo, porque sabía que me regañarían, así que no dije nada.

Los meses pasaron y yo iba a visitarlo de vez en cuando, porque sentía lástima por él, estaba solo y enfermo. Su salud parecía peor hasta que llegó el día en que parecía que estaba a punto de morir.

Me dijo que fuera por el padre de la iglesia, que quería confesarse antes de partir y que no olvidara lo del morral. Salí corriendo. Era de noche y los caminos estaban solos, pues la gente estaba en misa nocturna. No sé cómo explicarlo, pero durante todo el camino escuché el galopar de un caballo, como si me estuviera siguiendo. Pero por más que buscaba, no había nadie.

Llegué a la iglesia. La misa estaba por terminar. Los minutos se me hicieron eternos para que terminara, pero después de un rato, al fin pude hablar con el sacerdote, quien rápidamente fue conmigo. Mientras caminábamos, el relinchar y el golpear de las patas de un caballo se volvía a escuchar junto a nosotros, pero tanto el sacerdote como yo no vimos a nadie.

Él incluso estaba asustado y confundido, pero sabía que un hombre moriría y debía confesarlo para que fuera con Dios.

Ya estábamos a unas cinco casas de la de mi abuelo cuando, inesperadamente, el alumbrado público del camino se apagó, dejándolo casi completamente oscuro. Solo la luna iluminaba aquella fría noche. Y ahí, esperándolo de entre el monte, frente a la casa, salió el Charro Negro. Haciendo relinchar a su caballo y moviendo su cabeza de lado a lado, nos dio a entender que no podíamos pasar.

El sacerdote se puso a orar, lo que parecía molestarle a aquel ser. Cuando de pronto, comenzó a carcajearse y a tirar balazos al aire, alejándose del lugar, perdiéndose en el monte. Corrimos a la casa, pero cuando entramos a la habitación de mi abuelo, ya era demasiado tarde. Ya había fallecido. Y me di cuenta de que mi padre estaba ahí, seguramente mi abuelo lo había mandado a llamar. Y cuando nos acercamos a él escuché que el padre dijo que el charro negro no lo había dejado arrepentirse.

Cuando fueron los funerales, nadie del pueblo fue a acompañar el ataúd de mi abuelo, y en el entierro, solo mi padre, yo y el sacerdote estábamos presentes. Yo traía el morralito en la mano y le dije al padre lo que me había comentado mi abuelo antes de morir.

Estaba a punto de colgármelo al cuello cuando el sacerdote me lo arrebató, lo volteó al revés y solo pude ver carbón. Lo aventó a la tumba y nos dijo que comenzáramos a echar tierra. Nos advirtió que aquel morral, sí nos daría dinero pero solo significaba seguir con la maldición.

Después de eso, todos los negocios de mi abuelo quebraron y nadie quería comprar sus propiedades. Ya que la sombra de la maldición siempre estaría presente. La historia de mi abuelo y el Charro Negro se convirtió en una leyenda en el pueblo, y cada vez que alguien mencionaba su nombre, un escalofrío recorría la espalda de todos los presentes.

La noche siguiente al entierro, tuve un sueño inquietante. Vi al Charro Negro cabalgando por el pueblo, riendo y sembrando el terror. Me desperté sudando y con el corazón acelerado. Desde entonces, su presencia se hizo más fuerte en mi vida. Comencé a escuchar sus risas en la oscuridad de la noche y a sentir su mirada penetrante en cada rincón.

Decidí investigar más sobre el Charro Negro y descubrí que era un ser malévolo, un espíritu maligno relacionado con el mundo de los muertos y los pactos oscuros. Su objetivo era seducir a las almas desprevenidas y llevarlas al abismo. Mi abuelo, sin darse cuenta, había caído en sus garras y pagó un alto precio por ello.

Mi abuelo era un buen hombre, pero la tentación le ganó y ni el dinero pudo hacerlo feliz.

Autor: Lyz Rayón

Derechos Reservados

Share this post

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *


Historias de Terror