Al Otro Lado Del Túnel Historia de Terror

Al Otro Lado Del Túnel Historia de Terror

Tengo que admitir que antes de conocer a Matías yo no sabía nada de motocicletas, es más: les tenía terror Al Otro Lado Del Túnel Historia de Terror. Apenas si había circulado sobre el scooter de mi prima, y sus sesenta y cinco kilómetros de velocidad máxima me habían producido pavor, a tal punto que decidí no subirme a una moto nunca más. Pero con Matías todo fue diferente. Él me enseñó a amar la velocidad, por supuesto que con el debido respeto: siempre, en todas las disciplinas de riesgo, debe haberlo, aunque respetar algo no es lo mismo que temerle. Gracias a él pude disfrutar del viento y de la lluvia sobre el camino, de los rayos de sol tostándome la piel de los hombros, y claro, también la excitación y el vértigo de un motor poderoso acelerando y rugiendo a través de los campos y los bosques solitarios. La emoción y la adrenalina de una competencia, el increíble sentimiento de soledad y triunfo al pasar al frente y saber que delante no hay nada, solo uno y sus pensamientos, solo uno y la naturaleza y la meta al final de la pista. Nunca llegué a ser tan buena competidora como Matías, pero al menos gané un par de medallas, y eso me colmó de orgullo. Con el tiempo, ambos fuimos conocidos en el ambiente como la pareja de las dos ruedas, la pareja de la velocidad, y creo que todo el mundo nos envidiaba, porque nos veía felices y con un objetivo en común. Pero claro que teníamos nuestros. Problemas, nuestros momentos de incertidumbre. A veces, como cualquier pareja, discutíamos, y muchas veces terminamos distanciados y sin hablarnos durante días o incluso semanas. Gran parte de eso se debía, creo yo, a los roces inevitables de la convivencia y la cotidianidad, pero con el tiempo nuestros problemas comenzaron a venir de afuera, y tenían un nombre y un apellido: Leandro Somoza. Somoza era un competidor formidable, el único que podía llegar a hacerle sombra a Matías. Sus habilidades iban de la mano con su predisposición para el juego sucio; hacía cualquier cosa con tal de ganar, incluso poner en riesgo la vida de sus adversarios. Esto ponía loco a Mati, sobre todo cuando Somoza terminaba ganando. Pero hubo algo más, algo que hizo que nuestra pareja estuviera a punto de desintegrarse definitivamente. Y fue cuando Somoza, a quien apenas había visto personalmente en una gala de coronación, comenzó a llamarme y a acosarme por celular. Nunca supe cómo consiguió mi número, pero lo cierto es que durante un mes entero no paró. Me invitaba a salir, aseguraba estar loco por mí, quería que yo abandonara a Matías y me fuera con él. Al principio no dije nada a Matías, porque sospeché que las intenciones verdaderas de Somoza iban dirigidas contra él; la temporada de competición estaba por arrancar y sin dudas aquello se trataba de una guerra psicológica. Y fue un grave error de mi parte. Un día Matías se encontró con los mensajes de Somoza en mi celular, y fue imposible convencerlo de que entre él y yo no pasaba nada, que todo aquello formaba parte de una de sus sucias jugarretas. Matías hizo sus maletas y se fue, y yo quedé sola llorando sobre la cama y maldiciendo el nombre de Somoza. Decidí hacer algo. Llamé a ese hijo de puta y le pedí que cortara con todo eso, o lo denunciaría a la policía. Somoza primero me escuchó en silencio, y luego comenzó a reír. Río tanto que creo que quedó ronco. Recordé que al día siguiente se llevaría a cabo la primera competencia, y entonces le deseé la peor suerte del mundo. “Ojalá que te caigas y te rompas todos los huesos”, le dije. Pero Somoza siguió riendo y la vista se me nubló por la furia. “Deseo de todo corazón que te mueras, hijo de puta”, le grité, redoblando la maldición, y luego, sin darle tiempo a contestar, corté. Nunca hasta ese entonces le había deseado la muerte a nadie, y tuve luego mucho tiempo para arrepentirme. Al día siguiente, durante la carrera, sucedió algo realmente espantoso. Ese día la competencia era a través de un camino boscoso y semidesértico, en el Sur del país, muy cerca de la cordillera de los Andes. El tramo era de más de doscientos kilómetros y como era una competencia de clasificación, no había mucho público en los alrededores. La carrera arrancó como siempre con Mati y Somoza picando en punta, pero luego de atravesar un largo túnel a través de la montaña, los dos competidores desaparecieron y nunca asomaron por el extremo de salida. Los encargados de seguridad tardaron unos veinte minutos en llegar al lugar. Ninguno de los otros competidores había visto nada, aunque iban detrás de ellos, por lo que el asunto resultaba por demás misterioso. Cuando finalmente los encontraron, más o menos a la mitad del túnel, ambos estaban tirados sobre el camino, con sus respectivas motos convertidas en chatarras. Mati aún respiraba, pero Somoza estaba muerto. Pese al casco, se había fracturado el cráneo en la caída. Y lo que era peor, lo que resultó un misterio insondable durante los siguientes años: tenía mordidas por todo el cuerpo. Mordidas que, según reveló la autopsia, no correspondían a ningún animal conocido. Quien quiera que fuese el dueño de esos terribles dientes, le había comido gran parte de los dedos de la mano, la punta de la nariz y un pedazo de mejilla. Yo estuve todo el tiempo con Mati. Lo trasladaron en helicóptero al hospital más sofisticado del país y de inmediato lo sometieron a un coma farmacológico. Tenía fracturas expuestas en ambas piernas, el brazo derecho y el hombro derecho, además de fracturas internas en las manos, costillas y clavículas. Una de las costillas fracturadas había perforado un pulmón y lo había llenado de líquido; el pulmón con las horas se infectó y tuvieron que someterlo a una cirugía de urgencia para que el resto del cuerpo no colapsara. Estuvo en terapia intensiva durante tres semanas y lo sometieron a más de veinte operaciones. Yo rezaba por él y le tomaba la mano izquierda, que era una de las pocas cosas que le había quedado intacta. Cuando por fin, durante la vigésima tercera noche, Mati abrió los ojos y pronunció mi nombre, yo lancé un largo suspiro de alivio y me eché a llorar de felicidad. Sabía que lo peor había pasado. Nos casamos dos meses después, con una sencilla ceremonia en la capilla local. Mati con el tiempo fue recuperando la movilidad y trató de regresar a las pistas, pero su sentido del equilibrio y del espacio ya no eran los mismos. Lo intentó durante un tiempo, hasta que nació nuestro primer hijo. Y entonces, con infinita tristeza, abandonó la actividad. Pese a ello, durante algunos años me consideré la mujer más feliz del mundo. Tenía un esposo y un hijo maravillosos, y no me faltaba absolutamente nada. Pero cada tanto, sobre todo por las noches, me descubría pensando en el accidente. Y en lo que había sucedido dentro de aquel túnel. Mis augurios de muerte hacia Somoza me carcomían la consciencia. Mati se negaba rotundamente a hablar sobre el asunto, decía que no recordaba nada, pero yo sabía que mentía. Nadie había podido descifrar el origen de las mordidas de Somoza. Médicos y especialistas de todo el mundo habían llegado para estudiar el caso; hicieron cientos de estudios al cadáver, aunque nadie pudo esclarecer el misterio. Hubo un forense suizo que llegó a decir que se trataba de una mordedura de un pequeño dinosaurio que habitaba en la base de la montaña, pero por supuesto nadie le creyó. Recién conocí la verdad del asunto años después, muchos años después. Fue en el lecho de muerte de Mati. Ambos estábamos ya muy viejos, y a Mati lo había consumido rápidamente un cáncer de esófago. El día que murió, él me tomó la mano y me contó sobre lo que realmente había ocurrido en el túnel. Su voz era apenas un susurro en la noche, pero me bastó para enterarme de todo. Contó que, a mitad del túnel, algo, una sombra, se les apareció desde la oscuridad. La sombra avanzó hacia ellos y los cubrió como una niebla, y después no recordaba más nada. Estuvo inconsciente tal vez unos cinco minutos. Cuando despertó, lo primero que vio fue a su viejo enemigo enroscado sobre sí mismo. La sombra estaba sobre él y parecía hacerle algo, porque se escuchaba un ruido como de succión. Él trató de levantarse, pero le fue imposible hacerlo, supo que tenía el cuerpo roto y estaba a merced de aquel demoníaco ser. Pasaron otros cinco minutos, quizás menos. El viento penetraba por la boca del túnel y aullaba en forma tétrica. Él había comenzado a temblar y lloraba en voz baja. La sombra por fin terminó de hacer su tarea y luego se irguió. Medía tres metros, tal vez más. Se acercó hacia él, y entonces supo que la sombra era el Demonio. -Acabo de comer, y ya no tengo apetito- le dijo la sombra, con una voz terrible-. Te concedo un deseo, antes de adueñarme de tu alma. Hazlo ahora, antes de que me arrepienta. Entonces él lo pidió. En la oscuridad del túnel, frente a aquella sombra agazapada frente a él, pidió su deseo. Al principio no le entendí bien, por lo que le pedí que lo repitiese. -Le dije que te amaba. Te amaba a ti, Sara. Con toda mi alma. Aunque sabía que no podía tenerte, nunca podría tenerte. Pensé que estaba desvariando. Apreté su mano y con lágrimas en las mejillas le dije que yo estaba ahí, que siempre había estado ahí. Y que también lo amaba. Pero él me dirigió una mirada de tristeza, que hizo que mi corazón se estremeciera de inquietud. -No me amabas a mí. Lo amabas a él. – ¿A Somoza? ¿Acaso estás loco? ¿Todavía piensas que esos mensajes significaban algo entre nosotros? -Yo soy Somoza- dijo el anciano moribundo sobre la cama-. Mi deseo fue ser él. Ser Matías. Para estar al fin contigo. Porque era Matías el que estaba muerto en el túnel, y no yo. Y la sombra me concedió ese deseo. Y entonces volví a desmayarme, y cuando recuperé la consciencia, lo hice en el cuerpo de Matías. La sombra ahora estaba agachada sobre mi antiguo cuerpo, comiendo mis dedos. Cuando se dio cuenta de que yo lo miraba, alzó la cabeza y sonrió. “Para anticiparme a tu sabor”, me dijo. Y luego, durante tres semanas, perdí la consciencia. Cuando abrí los ojos, lo primero que vi fue tu hermoso rostro, y entonces supe que había sido bendecido. Bendecido, paradójicamente, por el demonio. No importa que la Bestia venga a buscar mi alma cuando muera, yo solo sé que, durante todos estos años, Sara, me hiciste el hombre más feliz del mund… No lo dejé terminar, no podía dejarlo terminar. Apreté la almohada sobre su cara, hasta que las líneas del monitor al que estaba conectado se aplanaron. Y luego me fui. Simplemente me fui. Pero, antes de cerrar la puerta, hice algo de lo cual todavía me arrepiento. Me detuve y eché una mirada hacia atrás. El cuerpo de mi amado Mati, que durante cinco décadas lo había ocupado el alma de Somoza, estaba inmóvil sobre la cama, y había algo detrás de él. Una sombra que surgía del rincón, que recordaré hasta el final de mis días. La sombra se acercó a la cama y se agazapó sobre el cadáver. Y luego, instantes antes de arrojarse sobre él, alzó la vista y me miró. Sus ojos eran negros e infinitos, y estaban cargados de una maldad absoluta. Un estremecimiento me recorrió el cuerpo y traté de gritar, pero sencillamente no pude. De hecho, estaba por completo paralizada y pensé que moriría allí mismo. Recién pude reaccionar cuando aquellos ojos se desviaron, y entonces di media vuelta y corrí, corrí hasta que sentí que el corazón me estallaría, aunque para ese entonces ya era tarde: sabía que la Sombra había contemplado mi alma, y le había gustado lo que acababa de ver. Pasan más años. Ahora soy una anciana de noventa y tres años, y apenas puedo moverme sobre la cama. Sé que estoy muriendo; mi cuerpo biológico ha dicho basta y es hora de retirarme de este mundo. No me arrepiento de nada de lo que hice, aunque extraño a Matías. ¿Volveré a verlo? ¿Nuestras almas se reencontrarán en algún lugar? Tengo motivos para dudar de ello. Los ojos se me cierran. Ya me queda muy poco. Giro la cabeza sobre la almohada: una sombra, una sombra de ojos ávidos e infinitos, ha comenzado a corporizarse desde el rincón más lejano de la habitación, y empieza a avanzar decidida hacia mí. Recen… Recen por mi alma condenada.
 
Autor: Anónimo
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