Busco a Marta Gastélum: si leyeras esto, entenderías por qué (Historia real de terror #32)

marta gastelum

Busco a Marta Gastélum: si leyeras esto, entenderías por qué (Historia real de terror #32)


MARTA GASTELUM

Me llamo Aurelia. Tengo setenta y dos años. Cuento esto como me sale, sin adornos. Me casé a los veintitrés con Tomás. Él trabajaba en un taller eléctrico y yo en una papelería. Un año después quisimos tener un hijo. Pasaron los meses y nada. Fui al médico. Tras estudios, la doctora dijo insuficiencia ovárica prematura: mis ovarios ya no liberaban óvulos de forma regular. Aclaró que, en mi caso, no habría embarazo natural. Me dio los resultados y un folleto de adopción. Salí con dolor de cabeza y el estómago revuelto. Tomás me abrazó en la banqueta del hospital y caminamos a casa. Esa noche no dormí. Guardé el papel en un cajón y no volví a abrirlo.

Un par de meses después, al regresar del trabajo, pasé por el mercado por jitomate y pan. Un hombre se emparejó conmigo en la acera. Alto, flaco, camisa blanca arremangada. La piel de las mejillas irritada por el rastrillo. Me preguntó por una tienda de fotografía. Le indiqué. Agradeció, pero se quedó. Preguntó la hora. Se la di. Preguntó si el pan de esa panadería salía bien al día siguiente. Respondí que sí. Yo quería seguir. Él, con una sonrisa tensa, dijo: “Usted trae un dolor aquí”, y señaló su propio vientre. Le dije que tenía prisa. Con voz baja soltó: “A veces lo que se cierra por dentro se abre por fuera.” Me puse nerviosa. Di un paso para apartarme. Él se acercó sin brusquedad, apoyó dos dedos sobre mi vientre por encima del vestido, apenas un segundo, y dijo: “No te preocupes más.” Luego sacó un objeto metálico, hizo un movimiento que no describiré, y se provocó un daño mortal ahí mismo, a la sombra del poste.

Hubo gritos. Un señor intentó ayudarlo. Yo retrocedí hasta topar con la pared de la panadería. Me sentaron en una silla. Las piernas no me respondían. Esa noche Tomás me preparó té. Quise contarlo como si no fuera conmigo, pero el toque en el vientre me quedó fijo, como una presión constante bajo la piel. Por días evité esa acera. Al cerrar los ojos veía la camisa blanca, las mejillas irritadas, y escuchaba: “No te preocupes más.”

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Un mes después tuve náuseas en la mañana. Pensé en estrés. Llegó el retraso. Me hice una prueba. Positiva. Fui a otra farmacia. Positiva. Pedí cita. La doctora confirmó embarazo. Habló de diagnósticos que fallan y ciclos irregulares. Yo solo oía el pulso en los oídos. Volví a casa despacio, con miedo y alegría mezclados. Se lo conté a Tomás. Lloramos. Decidí no hablar del hombre del mercado. Guardé ese episodio y lo cerré.

El embarazo fue normal. Seguí indicaciones. Dormí de lado. Asistí a todas las citas. Me aprendí el ritmo de los latidos en el monitor. Nació Samuel. Lloró fuerte. Pesó más de lo esperado, pero todo bien. En casa se acomodó al pecho y durmió sin problema.

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Samuel creció rápido. A los diez meses se soltó de los muebles y caminó por el pasillo. A los catorce, señalaba y decía palabras completas. A los dos años, acomodaba carritos por tamaño y color en líneas exactas. Si faltaba uno, detectaba el hueco. A los cuatro, desarmó un reloj viejo y lo armó sin ayuda. En el kínder aprendió los nombres de todos en una semana. La maestra decía que su memoria era apretada y sin fugas.

A los seis años empezaron las pesadillas. Se sentaba de golpe, con los ojos abiertos y la respiración acelerada. Decía que había “un ruido adentro de la cabeza”. Llevé un cuaderno para anotar horas, duración y palabras sueltas. Lo vio un pediatra, luego un neurólogo. Dormimos una noche en una clínica. No hallaron nada fuera de lugar. Recomendaron rutina, cenas ligeras, menos pantalla. Hicimos caso. Las pesadillas siguieron, más espaciadas, pero siguieron. Al despertar, Samuel decía que “alguien se acercaba demasiado” y que sentía “un dedo frío en la panza”. Se me encogía el cuerpo al escucharlo. Lo abrazaba hasta que se calmaba.

En primaria destacó en matemáticas. En secundaria llevó una vida normal: amigos, discusiones por tonterías, costumbres simples como tomar agua directo de la jarra. En la prepa se clavó con la electrónica. Pasaba tardes soldando piezas minúsculas con paciencia. En la universidad estudió ingeniería. Trabajó antes de titularse. Se compró una moto usada que cuidaba al detalle. En su cuarto tenía cajas con cables ordenados por calibre, libretas con fórmulas y, en una esquina, el mismo reloj de la infancia funcionando.

Lo raro nunca desapareció del todo. Samuel evitaba hospitales. El olor lo mareaba. Nunca quiso cruzar por el pasillo del mercado donde está la panadería. Yo tampoco. En reuniones se sentaba lejos de mujeres embarazadas. No decía nada, solo cambiaba de lugar. A veces, en la mesa, quedaba mirando el borde del plato como si contara en silencio. Lo dejábamos y al rato regresaba a la plática.

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A los cuarenta, Samuel era responsable. Pagaba sus cosas, mantenía su empleo y me visitaba los domingos. Compró herramientas nuevas para el taller. Todo marchaba, con grietas pequeñas como las de cualquier vida. Hasta que un jueves, por la tarde, llamaron. La persona se identificó, dijo que estaba en una calle del centro y que Samuel había tenido “un episodio” frente a una tienda. Lo perdimos. Llegué cuando ya no había nada que hacer. Un agente pidió datos. Se los di. Me senté en la banqueta, igual que tantos años atrás, con la espalda contra una pared húmeda.

Vinieron los trámites y el cuarto vacío. Abrí cajas con sus cosas. Toqué cables, hojeé libretas. Por semanas casi no comí. El domingo dejé su taza en su lugar y me quedé viéndola.

Al mes, una empleada de una tienda de ropa del centro me buscó. Dijo que fue testigo. Contó que Samuel se emparejó con una muchacha en la acera, le preguntó una dirección y siguió con otra pregunta, como para mantener la plática. La muchacha se reía nerviosa. La testigo dijo que él extendió la mano y tocó con los dedos el vientre de la muchacha, un instante, como quien verifica si el agua ya hierve. Luego se apartó un paso y se causó un daño irreversible. A la muchacha la resguardaron. No he podido hablar con ella. La testigo escuchó un nombre cuando otros la llamaron: Marta Gastélum.

Desde entonces, la caja que yo había cerrado por dentro se abrió. Recordé al hombre de la camisa blanca, sus dos dedos en mi vientre y su frase: “No te preocupes más.” Años me negué a unir los puntos. Ahora, aunque no quiera, los veo en línea. No busco explicaciones que no cambian nada. Busco a Marta.

He preguntado en oficinas y en redes del barrio. Nadie da un dato sólido. Dicen que se mudó. Dicen que trabaja en un restaurante. Dicen que usa otro apellido. Yo no quiero versiones sueltas. Quiero saber si Marta está bien. Y saber si, por un giro que no entiendo, quedó embarazada después de ese día. No pido otra cosa. No pido disculpas ni castigos. Solo quiero saber si, de algún modo, mi hijo siguió su camino en otro cuerpo. No necesito nombre para eso. Necesito certeza.

Conservo el reloj que Samuel arregló de niño. Cada mañana lo escucho dos minutos. Me recuerda que el tiempo avanza aunque yo no quiera. Escribí Marta Gastélum en una hoja y la pegué dentro de la alacena. Abro para sacar el café y leo el nombre para que no se me olvide.

Si alguien que lea esto conoce a Marta Gastélum, ayúdeme a contactarla. No busco molestarla ni exponerla. No quiero cámaras ni preguntas. Solo quiero preguntarle si espera un hijo o si ya lo tuvo después de aquel día. Si la respuesta es sí, diré lo único que necesito: cuídalo. Si aprende rápido, acompáñalo. Si ordena objetos como si siguiera una regla, déjalo. Si despierta con miedo, abrázalo y baja la luz poco a poco. Evita el pasillo de la panadería. No lo lleves a hospitales sin necesidad. Si un día se queda viendo el borde del plato como si contara, déjalo contar. Y si un día te dice que no te preocupes más, sostenlo con lo que no lastima: rutina, paciencia, comida caliente, tardes sin prisa.

No sé si esto tendrá respuesta. No sé si Marta leerá. Sé que mi historia empezó con un diagnóstico, siguió con un toque breve en el vientre y cerró con otro igual muchos años después. Ahora camino por otras calles sin esquivar esquinas. Decidí contar para no cargar sola. Si Marta existe aquí o en otra ciudad y alguien le avisa, que sepa que no busco quitarle paz. Solo quiero saber si, en algún lugar, mi hijo volvió a empezar. Y si es así, agradecer por dentro la oportunidad de escucharlo respirar otra vez, aunque sea desde lejos.

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