Hospicio Santa Lucía: los secretos, apariciones y adopciones que nadie contó #1

Hospicio Santa Lucía
Crecí jugando canicas frente al portón del Hospicio Santa Lucía. Desde niño aprendí a reconocer a los vivos de los otros por cómo sonaba su campana. Mi abuela siempre me encargaba barrer la banqueta, cuidar el anafre donde calentaba atole y vigilar las charolas de gelatina que ponía en la mesa de madera para vender. Mientras tanto, mis amigos llegaban con un balón parchado y papalotes de papel periódico. A veces jugábamos lotería sentados en el suelo, usando frijoles como fichas, mientras el olor del maíz tostado y el humo del anafre nos acompañaba.
El hospicio tenía rejas negras y altas que cubrían toda la entrada. Sobre el portón había una cruz de hierro y una campana que colgaba en una estructura de ladrillo. Al fondo, detrás del patio, se levantaba una capilla pequeña con un nicho donde siempre había flores frescas. Crecí viéndolo como un lugar solemne, pero cuando oscurecía parecía que las paredes guardaban secretos que nadie se atrevía a contar.
A nuestra edad, esos muros eran un reto. Con mis amigos hicimos un juego que llamábamos “guardias”. Elegíamos un punto frente al portón y nos turnábamos para vigilar lo que pasaba adentro. Así conocimos a Luz, una niña que aparecía detrás de los barrotes. Nunca hablaba mucho, pero nos enseñó una seña para llamarla: atábamos un listón rojo en el tercer barro de la reja y al poco rato ella se asomaba, siempre con un vestido blanco y el cabello peinado en dos trenzas.
Las primeras rarezas las notamos juntos. Una tarde escuchamos la campana sonar tres veces, aunque no había nadie en el patio ni vimos la cuerda moverse. Otra vez, el aroma de cera derretida salió hasta la calle, pero la capilla estaba cerrada con candado. Lo más extraño ocurrió una tarde nublada: vimos a una monja cruzar el corredor flotando apenas unos centímetros sobre el piso. Caminaba lento, con las manos juntas y la cabeza inclinada, y al llegar a la puerta desapareció.
Nos quedamos paralizados, pero ninguno quiso admitir el miedo. A partir de ese día decidimos ir cada tarde a escuchar a Luz. Ella nos contaba que adentro pasaban cosas que nadie creería. Decía que había pasillos donde el aire se sentía helado y que de noche las camas rechinaban aunque nadie estuviera acostado. Para nosotros, escucharla se volvió una costumbre. Sentíamos que cada tarde el hospicio nos llamaba y que, aunque jugáramos canicas o pateáramos el balón, siempre acabaríamos frente a esas rejas esperando a que Luz apareciera.
Así comenzó todo. Aún no entendíamos lo que significaba, pero cada campanada fuera de hora y cada sombra detrás de los barrotes nos hacía volver, convencidos de que estábamos descubriendo algo prohibido.
Con el tiempo dejamos de ser solo niños jugando frente al hospicio. Formamos un club secreto al que llamamos el club de la reja. Teníamos nuestras señales: dos toques rápidos en los barrotes significaban que alguien estaba ahí, y si había un listón rojo en el tercer barro era porque Luz quería hablarnos sin que nadie del interior sospechara. Ese sistema nos hacía sentir importantes, como si vigiláramos algo que los adultos no podían ver.
Luz siempre estaba lista para contarnos cosas. Hablaba bajito, mirando hacia atrás como si temiera que alguien escuchara. Decía que cuando llegaban padrinos para adoptar, las monjas cambiaban los nombres de los niños. Contaba que había guardias nocturnas frente a una imagen en la capilla y que algunas hermanas pasaban horas de rodillas rezando. También nos dijo que llevaban una libreta negra con columnas donde apuntaban peso, estatura y unas siglas misteriosas: “E/S”. No sabíamos qué significaban, pero ella nos aseguró que todos los internos tenían un registro ahí.
Nos empezamos a fijar en lo que pasaba afuera. A veces aparecían marcas de cera bajo la puerta de la capilla, manchas que volvían una y otra vez aunque las monjas las tallaran hasta dejar el piso brillante. Luz comenzó a pasarnos papelitos escondidos en envolturas de paleta. Nos los entregaba como si fueran premios, pero en ellos escribía palabras sueltas y dibujos. Uno tenía escrito “sótano” junto a un dibujo de una escalera y puertas alineadas. Otro tenía solo números y flechas. Guardábamos todo en una caja de galletas que enterramos en el patio de mi abuela.
Las historias de Luz nos mantenían alerta. Comenzamos a quedarnos más tarde en la calle, fingiendo que jugábamos mientras observábamos cada movimiento en el hospicio. Notamos que algunas luces permanecían encendidas toda la noche y que las ventanas del ala norte siempre estaban cerradas con cortinas gruesas. Una tarde, después de escuchar la campana sonar de nuevo sin que nadie la tocara, vimos algo que nos hizo regresar al día siguiente. Frente a la puerta de la capilla, sobre el mosaico, había una huella marcada con cera. Era la forma de una sandalia pequeña. Pensamos que alguien la había dejado ahí por accidente, pero lo extraño fue que al amanecer la huella estaba más definida, como si se hubiera formado durante la noche.
Esa imagen nos dejó sin palabras. Nos paramos frente a la reja observando el piso hasta que las monjas salieron a limpiar. Las vimos tallar con cepillos y agua jabonosa, pero al terminar, la marca seguía igual de nítida. Sentí que ese lugar nos estaba mostrando algo que no debíamos ver. Desde ese día, nuestro club dejó de ser solo un juego: cada tarde volvíamos con más curiosidad y también con un miedo que no queríamos admitir. Sabíamos que algo dentro del hospicio nos estaba invitando a descubrirlo.
Cuando le contamos a mi abuelita lo que Luz decía desde la reja, se quedó en silencio unos segundos y luego nos habló con calma. Nos advirtió que respetáramos ese lugar y que al pasar por ahí rezáramos una oración corta. Su voz no sonaba molesta, sino preocupada. Dijo que había cosas de las que era mejor no hablar tanto, porque las paredes del hospicio parecían escuchar.
Esa tarde estábamos sentados en la mesa de la cocina. Había una jarra de agua de canela, tortillas recién hechas y un plato con maíz desgranado que mi abuela estaba limpiando. Me entregó un rosario antiguo con cuentas gastadas y me pidió que lo llevara siempre conmigo. Dijo que era por si acaso, y aunque no explicó más, sentí que lo decía en serio.
Mientras seguía moviendo las manos sobre los granos de maíz, comenzó a contarnos lo que recordaba del hospicio. Habló de las colectas de diciembre, cuando la gente del barrio llevaba cobijas y ropa usada. Recordó que cada fin de mes llegaban parejas bien vestidas para visitar a los niños, siempre acompañadas de una monja que llevaba una libreta. También mencionó la pintura antigua de la Madre Fundadora que colgaba en la capilla, una imagen que según ella era más vieja que el edificio mismo.
Bajó la voz para contarnos un detalle que escuchó años atrás. Durante un novenario, el sacristán del barrio había comentado en voz baja que la pintura se había movido de sitio sola. Nadie lo había visto directamente, pero una mañana la encontraron colgada en otra pared de la capilla. Las monjas dijeron que habían hecho el cambio para limpiarla, pero el hombre juró que no había rastro de que alguien la hubiera bajado.
Nos quedamos escuchando, con la sensación de que la historia no era un simple chisme. El rosario en mis manos se sentía frío, como si hubiera estado guardado mucho tiempo. Mientras tanto, la cocina estaba llena del olor del comal caliente y el sonido de las tortillas inflándose, pero lo único que podía pensar era en la pintura que se movía sola.
Al caer la tarde decidimos volver a la banqueta frente al portón. El cielo estaba nublado y el aire cargado de humedad. Nos sentamos a esperar a Luz, pero antes de que apareciera escuchamos la campana. Esta vez sonó tres veces seguidas, un sonido grave que retumbó por toda la calle. Nos acercamos a la reja y miramos hacia la capilla. Ahí estaba la pintura, pero no en el sitio de siempre. Colgaba en un paredón distinto, como si alguien la hubiera cambiado de lugar en secreto. Sentí que el estómago se me apretaba. No necesitábamos que nadie nos lo confirmara: la advertencia de mi abuelita no era un simple consejo. Algo en ese lugar estaba vivo y nos estaba dejando señales.
Con el tiempo dejamos de mirar el hospicio como simples niños curiosos. Tomamos una libreta escolar y empezamos a dibujar un mapa desde afuera. Caminábamos alrededor del edificio marcando cada detalle: las ventanas con cortinas gruesas, la lavandería donde a veces colgaban uniformes diminutos, la puerta metálica que bajaba al sótano, la oficina con sus cristales sucios y la capilla al centro. Cada dato lo cruzábamos con los papelitos que Luz nos pasaba. Algunos tenían flechas, otros números y hasta palabras sueltas que intentábamos descifrar.
Una noche vimos algo que nos dejó en silencio. Desde la esquina opuesta llegó una camioneta sin placas, con las luces apagadas. Se estacionó junto al portón y un hombre bajó con una monja. No podíamos escuchar lo que decían, pero parecían discutir. Minutos después metieron cajas por la reja y la camioneta se fue. Al acercarnos, notamos que, junto al desagüe, había quedado tirado un zapato infantil. Era de charol negro, con hebilla, y estaba limpio. Lo extraño fue el olor que salía del drenaje: una mezcla fuerte de cloro y humedad que nos hizo retroceder.
La curiosidad nos hizo volver temprano a la mañana siguiente. Desde la reja miramos el tendedero del interior. Ahí siempre colgaban cunas de madera para que el sol secara los colchones pequeños. Esa mañana faltaban dos. Las marcas rectangulares en el piso y el hueco entre las varillas confirmaban que las habían retirado. Nadie salió a explicarlo, y nosotros solo anotamos el cambio en el mapa con una cruz roja.
Más tarde, Luz se acercó y nos habló en voz baja. Nos dijo que existía algo llamado la guardia de ojos abiertos. Explicó que algunas noches, las monjas elegían a ciertos niños para vigilar un pasillo oscuro hasta el amanecer. Los obligaban a permanecer despiertos, rezando, y por la mañana algunos tenían marcas circulares en los párpados, como si les hubieran presionado los ojos con algo frío.
Nos quedamos callados, procesando cada palabra. Esa tarde el cielo estaba despejado, pero una ráfaga leve levantó polvo en la calle. Uno de mis amigos lanzó un papalote hecho de periódico y lo vimos elevarse rápido hasta que quedó atrapado en la cruz de la capilla. Nos reímos al principio, pero luego pasó algo extraño: la cola del papalote se quedó suspendida en el aire, quieta, como si alguien la sostuviera. No había viento y el silencio de ese momento fue tan pesado que sentimos escalofríos. De pronto, la cola cayó de golpe y el papalote quedó colgado, inmóvil.
No dijimos nada. Solo guardamos ese recuerdo como una señal más para nuestro mapa. Cada trazo, cada dato que añadíamos, hacía que el hospicio dejara de ser un simple edificio viejo y se convirtiera en un lugar que respiraba y nos observaba.
Los días empezaron a girar alrededor de mi abuelita. Dejamos de pasar tanto tiempo frente al hospicio para atenderla. Me levantaba más temprano para barrer la banqueta, calentarle té de hierbabuena y dejar su suéter doblado sobre el sillón porque a cualquier hora podía darle frío. Las noches eran largas; se quejaba de dolor y respiraba con dificultad. Una mañana hubo que llamar a la ambulancia. La llevaron al consultorio del centro de salud y, tras varias revisiones, empezaron a ir trabajadoras sociales a la casa. Hablaban en voz baja, tomaban notas y revisaban cada rincón como si evaluaran nuestras vidas en una lista.
Yo les contaba que ayudaba con las ventas de atole y gelatina, pero eso no parecía importar. Mientras tanto, Luz nos seguía pasando papelitos desde la reja. Una tarde, al verme preocupado, se acercó más de lo normal y susurró que si dejábamos de ir, pondría el listón rojo por dentro para avisarnos que todo estaba bien. Me aferré a esa promesa porque ya sentía que nuestra rutina estaba por romperse.
El final de mi abuela llegó sin aviso. Una madrugada me despertaron los vecinos. El olor a alcohol de la enfermera llenó la habitación y supe que ya no había nada que hacer. No hubo velorio largo; solo una misa sencilla en la capilla del barrio. Recuerdo el calor de las velas, el olor de las flores marchitas y las manos de mis vecinos en mi hombro. Después llegaron más papeles. El DIF revisó mi caso y, tras varias visitas, decidieron que lo mejor era trasladarme al Hospicio Santa Lucía. Nadie me preguntó si estaba de acuerdo.
El día que me llevaron, caminé por la calle con la sensación de que todo se había vuelto desconocido. Mi mundo reducido a una maleta de cartón. Antes de cruzar el portón, me detuve a mirar hacia el interior. Fue entonces cuando vi algo que me heló la sangre: al fondo, en uno de los pasillos, había un pizarrón verde apoyado contra la pared. Con tiza blanca, en la parte superior, estaba escrito un nombre casi igual al mío. A un lado, un número de expediente.
Me quedé fijo en ese detalle mientras una monja me tomaba del hombro para entrar. Sentí que ya sabían que iba a llegar, como si hubieran preparado un lugar para mí mucho antes de que mi abuela enfermara. El portón se cerró con un chirrido metálico y el sonido me retumbó en el pecho. Dejé atrás la calle y el mapa que habíamos dibujado con mis amigos. Ahora estaba del otro lado de las rejas, donde todos los secretos que habíamos intentado descifrar se convirtieron en mi nueva realidad.
El día que crucé el portón del hospicio me entregaron un uniforme gris con mis iniciales bordadas en rojo. También me dieron una cobija áspera que picaba al tacto y me llevaron a raparme al ras junto a otros niños recién llegados. La Madre Angélica nos reunió en el patio central y recitó las reglas: silencio después de las ocho, camas alineadas, oraciones antes de comer y ningún intento de salir sin permiso. Hermana Beatriz nos entregó suéteres gruesos que olían a naftalina. Nos ordenaron guardar las pocas pertenencias que traíamos en baúles metálicos numerados.
El edificio por dentro era más grande de lo que parecía desde la calle. El patio central estaba rodeado de corredores techados, y desde ahí se accedía a la capilla, la enfermería y la lavandería donde el aire siempre olía a jabón y humedad. Había una puerta de hierro que bajaba al sótano, asegurada con doble candado. Los pasillos eran fríos y largos; las paredes estaban decoradas con cuadros religiosos antiguos cuyos ojos parecían seguirte a donde fueras.
Intenté preguntar por Luz, pero nadie parecía conocerla. Ni las monjas ni los niños mayores reaccionaron al escuchar su nombre. Esa indiferencia me hizo sentir más solo que nunca.
Las primeras noches fueron inquietantes. La campana sonaba de repente, aunque desde la ventana del dormitorio se veía claramente que la cuerda colgaba quieta. En la capilla, el aceite de una lámpara de pie corría hacia arriba por el cristal, como si el recipiente estuviera al revés. Una madrugada escuché cómo un rosario caía desde el altar y comenzó a arrastrarse solo, golpeando el suelo en movimientos cortos y secos hasta quedar bajo una banca.
Los niños hablaban en voz baja de cosas que las monjas nunca mencionaban. Contaban que algunos amanecían con ardor en los párpados y marcas circulares como quemaduras. Decían que esas señales eran de la guardia nocturna. Esa tarea consistía en quedarse de pie frente a una imagen de la Virgen con ojos de vidrio, que según ellos parecía parpadear cuando la luz de las velas titilaba. Los que habían pasado por esa guardia aseguraban que sentían que alguien respiraba cerca de su nuca durante toda la noche.
Yo intentaba mantenerme al margen, pero esa primera madrugada dentro del hospicio me hizo dudar de todo. Estaba recostado en la cama dura, mirando las sombras en el techo, cuando escuché dos golpes suaves en la pared junto a mi cabecera. Era el mismo ritmo de la clave que usábamos con Luz en la reja: dos toques rápidos, pausa, y otro más fuerte. Me incorporé de inmediato, pero ese muro no daba a la calle. Detrás solo había pasillos interiores. Me quedé sentado, temblando bajo la cobija áspera, mientras los golpes se repetían una vez más, como si alguien quisiera recordarme que no estaba solo.
Esa tarde me mandaron por cloro a la administración. Caminé bajo la lluvia, esquivando charcos, y al entrar me recibió el olor fuerte de desinfectante. La oficina estaba casi vacía; sobre el escritorio había una libreta negra abierta. No pude evitar mirar. Las páginas estaban llenas de columnas: fecha de ingreso, estatura, iniciales “E/S”, nombres de padrinos y pequeñas cruces al final de algunos renglones. Busqué mi nombre y lo encontré. A un lado, escrito con lápiz, había una salida marcada con una fecha que aún no llegaba. Sentí un escalofrío. Cerré la libreta de golpe justo cuando una hermana entró y me entregó las llaves del sótano.
Me indicaron que bajara por unas cobijas. Salí al pasillo; la tormenta golpeaba los ventanales y el sonido del viento hacía vibrar los cristales. Empujé la puerta de hierro y bajé una escalera empinada. El aire ahí abajo era pesado, con olor a metal oxidado y humedad encerrada. Encendí el foco y vi estantes llenos de cajas etiquetadas por año. Había cunas desarmadas recargadas contra las paredes y, al centro, una cuna alta ya armada, distinta a las demás, con barrotes gruesos.
Sobre una mesa metálica había frascos de vidrio ámbar con goteros. Cada uno tenía una etiqueta escrita a mano que decía “calmante”. Al lado había listados mecanografiados, hojas amarillentas con nombres tachados y otros escritos encima con máquina de escribir. El ambiente del sótano me ponía nervioso, pero seguí buscando las cobijas.
Al mover una caja encontré otra más pequeña llena de recuerdos guardados: mechones de cabello trenzados y atados con listones, dientes de leche metidos en bolsitas de tela y escapularios con iniciales bordadas. Sentí un nudo en el estómago. Tomé uno de los escapularios y lo giré: tenía bordadas las letras L.Z. y una fecha de varios años atrás, mucho antes de que yo entrara al hospicio. Lo guardé en el bolsillo sin pensar; sentí que debía conservarlo.
Agarré las cobijas y me dispuse a subir. Mientras cerraba la puerta del sótano vi el corcho de avisos que colgaba en el pasillo. Entre estampas religiosas y recortes viejos había un papelito clavado con un alfiler detrás de una imagen de San Judas. Lo moví para verlo mejor. Era el mismo papelito con la seña del listón rojo, el dibujo que habíamos inventado para llamar a Luz desde afuera. Lo habían clavado ahí, oculto entre tantas estampas. El corazón me dio un vuelco: alguien estaba usando nuestras señales dentro del hospicio.
Subí con las cobijas y cerré la puerta, sintiendo que el sótano escondía más secretos de los que había visto. Ahora sabía que Luz no estaba desaparecida. Estaba aquí adentro, y alguien quería que yo lo descubriera.
Los domingos eran distintos en el hospicio. Desde temprano abrían el portón principal y parejas bien vestidas recorrían los dormitorios, guiadas por las monjas. Caminaban despacio, señalaban cunas, preguntaban nombres. Los niños nos quedábamos sentados en fila, esperando que las visitas se fueran. Por la tarde, cuando sacaron las cunas al patio para secar los colchones, noté que faltaban dos. El espacio vacío en el tendedero dejaba marcas claras del sol en las losetas. Nadie comentó nada.
Ese día intenté sacar una de las hojas mecanografiadas que había encontrado en el sótano. La doblé varias veces y la escondí dentro del calcetín, esperando entregársela a mis amigos que jugaban con el balón afuera de la reja. Pero una hermana me vio ajustándome el zapato y me pidió que me detuviera. Revisó mis bolsillos y me obligó a quitarme los calcetines. Encontró el papel y lo arrancó sin decir palabra.
Minutos después, me llevaron a la capilla como castigo. Me hicieron arrodillarme frente al altar sobre granos de maíz. El suelo frío me calaba las rodillas mientras el eco de las visitas se apagaba al cerrar el portón. El aire estaba denso, con olor a cera y flores secas. Fue entonces cuando vi algo que me hizo contener la respiración: una vela encendida comenzó a moverse sola desde el altar hasta el centro del pasillo oscuro. Flotaba como si una mano invisible la guiara. La cera goteaba en hilos largos que, al caer, formaban huellas pequeñas, perfectas, alineadas en dirección al confesionario.
Me quedé inmóvil, con la mirada fija en esa procesión silenciosa. Cuando la vela se apagó de golpe, el pasillo quedó en penumbra. Apenas podía moverme, pero logré asomarme por la rendija de la puerta. Afuera, mis amigos jugaban fútbol. Vi cómo uno de ellos pateó el balón directo hacia la reja. La pelota pegó en el barrotes y, en lugar de rebotar hacia atrás, rodó lentamente hacia ellos, como si alguien la hubiera empujado. Sus caras se quedaron serias. No volvieron a patearla.
La hermana regresó y me ordenó levantarme. Sentía las piernas entumidas y las manos sudorosas. Esa noche nos acostaron temprano, pero no pude dormir. Me levanté a beber agua y, al pasar por uno de los pasillos interiores, vi algo que me heló la sangre. En una de las rejas internas, la que daba a un patio cerrado donde nunca entraba el público, había un listón rojo atado en el tercer barro. El mismo listón que usábamos como señal con Luz cuando hablábamos desde la calle.
Me acerqué para tocarlo, pero estaba del lado de adentro, anudado con cuidado. No podía ser una coincidencia. Alguien conocía nuestra clave y estaba dejándome mensajes desde algún punto del hospicio.
Pasaron semanas hasta que llegó una trabajadora social nueva. Era más joven que las demás y se notaba que no conocía todos los pasillos. Caminaba con una carpeta bajo el brazo y hacía demasiadas preguntas. Me llamó aparte para conversar y tomó notas mientras yo le contaba cómo era la rutina. Después levantó un acta; dijo que había recibido un reporte anónimo sobre el hospicio. Su presencia incomodó a las monjas, que murmuraban cada vez que ella entraba.
Un mes después me informaron que me otorgarían acogida temporal con un matrimonio mayor. Recuerdo el día que me llevaron: la lluvia mojaba el patio y el sonido de las gotas sobre las láminas metálicas me acompañó hasta la puerta. Hermana Beatriz me entregó mi mochila de cartón con mis pocas cosas. No dijo palabra, solo me puso en la mano el escapulario con las iniciales L.Z. que había encontrado en el sótano. Lo guardé en el bolsillo como si fuera un tesoro.
Los años pasaron y el hospicio se convirtió en un recuerdo inquietante. Ya de adulto, decidí buscar respuestas. Pasé tardes enteras en la hemeroteca revisando periódicos antiguos. Encontré notas sobre “reubicación de menores” y “donaciones extraordinarias” al Hospicio Santa Lucía. Las fotografías mostraban las mismas paredes que yo había recorrido de niño, pero no decían nada sobre las noches extrañas ni las cunas que desaparecían.
Luego fui a revisar los registros parroquiales. Entre las páginas amarillentas hallé el nombre de Luz, seguido de una cruz pequeña y una fecha de defunción. Lo sorprendente era que la fecha era anterior a nuestros juegos frente al portón, antes incluso de que ella nos enseñara la clave del listón. No podía entender cómo habíamos hablado tantas tardes con alguien que, según los papeles, ya no estaba viva.
Quise cerrar ese capítulo, pero la curiosidad me llevó a un grupo de egresados del hospicio. Ahí conocí a una mujer que usaba el nombre Luz. No me dio su apellido, pero relató fragmentos que me dejaron helado: dijo que recordaba gotas amargas que le daban antes de dormir y un viaje nocturno en una camioneta donde el motor sonaba como un zumbido constante. Se levantó la manga y nos mostró una cicatriz irregular en el brazo, producto de una vacuna mal puesta.
Los documentos oficiales pintaban una historia ordenada, pero las señales que vivimos contaban otra. Entre las notas de periódico y las conversaciones con otros sobrevivientes, todo parecía encajar en un rompecabezas incompleto. Al revisar mi propio expediente encontré una hoja con un destino que nunca se cumplió: Madrid. La fecha estaba escrita con máquina de escribir, como si ya hubiera estado decidido que me enviarían allá. Nunca hubo tal viaje. Me quedé mirando esa hoja, sintiendo que mi vida había estado trazada mucho antes de que pudiera decidir por mí mismo.
Volví al hospicio años después. El edificio estaba tapiado, con tablones cruzados en las ventanas y candados oxidados en el portón. Las paredes lucían grafitis viejos y el patio frontal estaba cubierto de maleza. Llevaba conmigo la hoja mecanografiada que había sacado del sótano y el escapulario con las iniciales L.Z. Todo lo guardaba en una carpeta de plástico transparente, como si fueran piezas de evidencia.
Decidí hacer una prueba. Saqué un listón rojo y lo até en el tercer barro de la reja, el mismo que habíamos usado para llamar a Luz cuando éramos niños. Me alejé diez pasos y esperé un minuto. Cuando regresé, el listón colgaba del segundo barro. No había viento, ni nadie alrededor. Tomé fotos desde el mismo ángulo para tener el antes y el después. Esa simple señal me confirmó que, a pesar de los años, el hospicio seguía vivo en su silencio.
Guardé el listón y caminé hasta una banca en la esquina. Ahí abrí mi carpeta. Las copias de los documentos las había entregado a una reportera local y a un abogado del DIF semanas antes. Ellos me escucharon con atención, revisaron los papeles y tomaron notas, pero no me dieron ninguna respuesta clara. Los originales los llevo siempre conmigo, en una bolsa con cierre hermético. Sé que son mi única prueba de lo que pasó ahí adentro.
La hoja con mi número de expediente y el destino a Madrid es lo que más me obsesiona. Cada letra escrita a máquina parece una decisión tomada antes de que yo siquiera tuviera edad para entender qué era una adopción. No hubo viaje, ni familia extranjera. Me quedé en el barrio con recuerdos que nadie cree.
Desde que el hospicio cerró, vuelvo cada año en la misma fecha. Cuento los barrotes y reviso si alguien ha dejado el listón. A veces está, atado en el tercer barro. A veces no hay nada. La calle ha cambiado: hay tiendas nuevas, casas pintadas, pero el portón se mantiene igual. Cada vez que paso frente a la capilla siento el rosario de mi abuelita en el bolsillo, y entonces escucho los golpes cortos en el suelo, como cuando lo vi arrastrarse solo aquella noche.
Me alejo sin mirar atrás. Las paredes del Hospicio Santa Lucía guardan historias que nadie quiere abrir, pero yo llevo las pruebas conmigo: el escapulario con iniciales, el listado con nombres tachados y mi hoja con el destino fallido. Son piezas que demuestran que algo extraño sucedía ahí dentro. Aunque el edificio se caiga con el tiempo, aunque borren las marcas y tapen los pasillos, siempre habrá señales. Y mientras esas señales aparezcan, sabré que Luz sigue presente, de alguna forma, esperando a que alguien la recuerde.
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