Luis Historia De Terror 2024
Luis, Historia De Terror… Hace un año, trabajaba como niñera para una agencia cuyo nombre prefiero mantener en secreto, así como el mío y el de quienes estuvieron involucrados en esta extraña experiencia. A mis 25 años, siempre me he considerado una persona tímida, pero afortunadamente, mi habilidad natural para cuidar niños me permitió encontrar un trabajo que, aunque desafiante a veces, realmente disfrutaba.
La agencia para la que trabajaba tenía un método peculiar de operar. Los padres interesados en contratar un servicio de niñeras llamaban a la agencia, la cual seleccionaba a la candidata perfecta según las demandas del cliente. Después, la agencia se encargaba de recibir todos los pagos de manera electrónica antes de que la niñera se dirigiera a la casa del cliente. Esta medida de seguridad no solo facilitaba las transacciones, sino que también proporcionaba una capa adicional de protección al evitar posibles problemas al retirarse de la residencia.
Dado que disponía de bastante tiempo libre y estaba ahorrando para comprar un automóvil, no dudaba en aceptar cualquier tipo de trabajo que otras niñeras solían rechazar. Turnos nocturnos, horarios extensos, no importaba, siempre estaba dispuesta a asumir la responsabilidad. En esta ocasión, la agencia me contactó para cuidar a tres niños en casa de una mujer. La perspectiva de un pago sustancial me llevó a aceptar sin dudar.
Mi confianza en mi capacidad para cuidar niños y mi falta de atención al detalle en cuanto al número de niños a cuidar hizo que no prestara mucha atención al hecho de que fueran tres. Se cerró el trato, me dieron la dirección y me dirigí a la casa sin sospechar que esta sería una de las experiencias más inusuales que viviría como niñera.
Al llegar a la casa, la atmósfera ya parecía extraña. La madre, apresurada y visiblemente nerviosa, apenas me dio algunas indicaciones generales y llamó a los niños para que se presentaran. Las escaleras resonaron con los pasos de los tres niños que se acercaban, dos gemelas de ocho años y un pequeño de siete. Sin embargo, la verdadera sorpresa aguardaba al fondo de la sala.
En un rincón, casi en penumbra, se encontraba el cuarto niño, sentado en un sillón, completamente absorto en la contemplación de la televisión apagada. Su presencia silenciosa y su falta de interacción inmediata llamaron mi atención.
Los tres niños, con la espontaneidad característica de la infancia, se presentaron casi de inmediato. Las gemelas, con sus risas y gestos animados, compartieron sus nombres y edades, seguidas por el pequeño de siete años, cuya sonrisa traviesa añadió un toque de dulzura a la presentación. Sin embargo, el cuarto niño, absorto en la televisión apagada al fondo de la sala, seguía siendo un enigma en aquella introducción.
Aunque la situación era un tanto peculiar, ya había experimentado situaciones similares en las que la información inicial sobre el número de niños no coincidía con la realidad. Una vez, me habían dicho que cuidaría a dos niños y al llegar me encontré con cinco. Mi timidez y falta de disposición para confrontar a los adultos me llevaron a dejar pasar estas discrepancias sin cuestionar demasiado.
Esta vez, la madre actuaba como si el cuarto niño no estuviera presente. Aunque esta actitud podía resultar extraña para cualquier persona, especialmente en el cuidado de niños, yo preferí no profundizar en ello. Era una situación que, de alguna manera, ya había enfrentado antes y que, en la mayoría de los casos, no representaba un problema significativo.
En mi experiencia, la mayoría de los niños se comportaban adecuadamente, y las propinas adicionales que a menudo recibía superaban el pago original de la agencia de niñeras. Solo en casos excepcionales, cuando los niños eran difíciles y sus padres no mostraban interés o consideración, optaba por levantar un reporte con la agencia, que luego se encargaba de vetar a esas familias.
En este caso particular, el cuarto niño parecía tranquilo y su presencia no generaba mayor inquietud. La madre, al parecer, simplemente deseaba actuar como si él no estuviera allí. Aunque podría haber indagado más sobre quién era aquel pequeño que permanecía en el sillón de la sala, mi naturaleza reservada y la falta de importancia que le daba a estas discrepancias me llevaron a dejar pasar la situación.
Después de las breves indicaciones adicionales de la madre sobre los cuidados de los niños, esta se retiró rápidamente, dejándome sola con los cuatro niños y una serie de preguntas sin respuesta. Los niños, emocionados, expresaron su deseo de ver televisión, una actividad permitida durante todo el día según las instrucciones dadas.
Aunque mi atención se desviaba ocasionalmente hacia el cuarto niño, que seguía absorto en la pantalla apagada, decidí centrarme en hacer que la tarde fuera agradable para los niños. Sugiriendo la idea de preparar una merienda de frutas picadas, fui hacia la cocina mientras los niños se dirigían a la sala para elegir la película.
Mientras buscaba entre las gavetas de la cocina un exprimidor para el limón, una extraña sensación se apoderó de mí. Era como si alguien más estuviera presente en la habitación, una presencia que no podía ignorar. Instintivamente, volví la cabeza, anticipando encontrar a alguno de los niños necesitando mi ayuda. Sin embargo, la sorpresa y el desconcierto se apoderaron de mí al descubrir que, de hecho, no estaba sola.
El pequeño niño que antes ocupaba uno de los sillones de la sala estaba ahora parado en la cocina, mirándome fijamente. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al notar que su aspecto difería notablemente del de los otros niños. Su rostro presentaba un gran moretón en la mejilla derecha, y su ropa, así como su persona en general, mostraban signos evidentes de suciedad. Esta observación resultaba aún más extraña considerando que los otros tres niños, quienes se habían presentado conmigo anteriormente, estaban completamente limpios, sin rastro de golpes o heridas visibles.
Luis Historia De Terror
La mirada intensa del pequeño y su aspecto descuidado me desconcertaron al principio. Su cabello parecía haber pasado mucho tiempo sin ser lavado, y la ausencia de zapatos revelaba unas viejas calcetas rotas. A pesar de mi sorpresa inicial, traté de mantener la compostura y actuar con naturalidad. Me acerqué amablemente y le pregunté si quería algo, pero el pequeño no emitió palabra alguna, limitándose a seguirme mirando con atención.
Mis intentos de comunicarme con él continuaron sin éxito. Pregunté si necesitaba algo o si le había pasado algo, pero la respuesta seguía siendo el silencio. Incluso cuando le ofrecí participar en la preparación de la merienda, su mirada fija permanecía inalterada, sin signos de reconocimiento o respuesta verbal.
Aunque estaba acostumbrada a tratar con niños tímidos, esta situación era diferente. La incomodidad se apoderó de mí, generando una sensación de frío que se intensificaba con cada momento que pasaba junto al misterioso niño. Ante la falta de respuestas y el ambiente inusual que se formaba a mi alrededor, decidí sugerirle amablemente que se uniera a los otros niños en la sala para ver la televisión.
En lugar de quedarse inmóvil, para mi sorpresa, el pequeño niño dio media vuelta y se alejó de la cocina. La puerta se cerró tras él, dejándome con una mezcla de asombro y desconcierto. Aunque la situación era extraña, trataba de recordarme a mí misma que los niños podían comportarse de manera impredecible de vez en cuando. Sin embargo, las preguntas persistían en mi mente, especialmente en lo que respecta al estado del niño y las circunstancias que lo rodeaban.
Consideré la posibilidad de llamar a la madre de los niños para obtener más información o al menos saber si necesitaba algún medicamento para aliviar el golpe en la mejilla del pequeño. Mi mano sostenía el teléfono, pero en el último momento, dudé. La idea de inmiscuirme en asuntos personales de la familia me hizo retroceder. Temí que la madre pudiera sentirse molesta o que mi intervención fuera malinterpretada. Decidí mantenerme al margen y continuar con mis responsabilidades como niñera.
Mientras los niños permanecían absortos en la pantalla, facilitando mi labor como niñera, decidí aprovechar el tiempo para avanzar en algunas tareas relacionadas con un curso de psicología que estaba cursando. La cocina se convirtió en mi refugio temporal, y de vez en cuando me dirigía a la sala para asegurarme de que todo estuviera en orden. Realicé este ritual al menos cinco veces, y en ninguna de ellas noté nada fuera de lo común. Los cuatro niños continuaban concentrados en la televisión, aparentemente sin perturbaciones.
A medida que avanzaba la tarde, decidí tomarme más tiempo entre una revisión y otra para poder avanzar en mis responsabilidades académicas. Mientras estaba sentada en una de las sillas de la cocina, sumida en mis estudios, unos pasos que resonaron en la casa llamaron mi atención. Volteé instintivamente y, para mi sorpresa, me encontré nuevamente con la presencia del pequeño niño parado en el marco de la puerta, observándome fijamente.
Aunque su mirada seguía generándome escalofríos, opté por ser profesional y amable. Le sonreí amistosamente y le ofrecí algo para comer o beber. Sin embargo, el pequeño no emitió palabra alguna y continuó fijando su mirada en mí. Tras unos incómodos minutos, decidí hacerle preguntas más simples. Le pregunté por su nombre, y para mi sorpresa, obtuve una respuesta.
“Luis”, dijo el pequeño en un tono apenas audible. Le pregunté por el moretón en su cara y mi sorpresa se mezcló con preocupación al notar que al tocarse la cara, parecía no estar consciente del moretón en su mejilla. Le pregunté cómo se había hecho daño, y el pequeño respondió con una indiferencia inusual, mencionando que probablemente alguien lo había golpeado. Mi preocupación creció, y traté de obtener más información, preguntándole quiénes fueron los responsables.
Encogiéndose de hombros, el pequeño mencionó algunos nombres, pero en ese momento, mi atención se desvió hacia el estado emocional de Luis. Sus palabras revelaban una realidad más profunda: no le caía bien a las personas mayores, y se portaban mal con él. En ese instante, una conexión emocional se estableció en mi interior, recordándome los desafíos que muchos niños enfrentan en el vecindario.
Empatizando con su situación, compartí con Luis que también había experimentado molestias durante mi infancia. Traté de reconfortarlo, asegurándole que con el tiempo las cosas mejorarían. Sin embargo, en lugar de obtener una sonrisa infantil como respuesta, la expresión de Luis se volvió más seria, profundizando en una gravedad que no esperaba.
Las palabras de Luis resonaron en la cocina, llevando consigo un peso desgarrador. Afirmó que para él, nada mejorarían, que ya no quedaba esperanza. Intrigada y preocupada por sus revelaciones, le pregunté por qué estaba expresando esos sentimientos tan sombríos. Su respuesta fue un poco vaga pero contundente: simplemente así era, porque no veía posibilidad alguna de mejora en su vida.
La extrañeza de la situación se apoderaba de mí, pero intenté atribuirlo a la perspectiva limitada que los niños a menudo tienen sobre sus propias vidas. No obstante, una corriente de inquietud me recorría. Mi instinto de niñera, junto con un inusitado sentido de responsabilidad hacia Luis, me impulsaron a obtener más información sobre su situación.
Decidí indagar sobre su vestimenta y su estado físico. La suciedad en su ropa y su apariencia descuidada despertaron mi preocupación. Le pregunté por qué llevaba ropa tan sucia, y su respuesta provocó una nueva oleada de desconcierto. Luis se limitó a tocar su ropa, como si solo en ese momento se diera cuenta de su estado. Al tocarla, se encogió de hombros y admitió que llevaba esa ropa por un tiempo considerable, quizás un mes o incluso dos.
La alarma en mi interior se intensificó, y no pude evitar preguntar por qué no se quitaba la ropa. La respuesta de Luis fue aún más desconcertante: simplemente no podía quitársela, sin saber exactamente por qué. La preocupación aumentó cuando le pregunté cuánto tiempo llevaba sin tomar un baño. Tras meditarlo por un momento, reveló que podría ser desde el día en que se puso esa ropa sucia.
La tristeza y el desconcierto se apoderaron de mí al escuchar que Luis no podía quitarse la ropa ni bañarse. Mi mente intentaba buscar explicaciones lógicas, pero ninguna parecía encajar. Mi deber como niñera se entrelazaba con la preocupación por el bienestar de Luis, llevándome a cuestionar su situación de una manera más profunda.
Le insté a explicarme por qué no podía cambiar de ropa, pero la respuesta de Luis fue un misterio aún mayor: simplemente no sabía por qué, solo era algo que no podía hacer. Su situación me desconcertaba y me inquietaba cada vez más.
La conversación dio un giro inesperado cuando le pregunté sobre el porqué sus hermanos si estaban limpios. La confusión se reflejó en su rostro mientras afirmaba que no tenía hermanos y que esos niños eran simplemente sus amigos. Su expresión triste denotaba un sentimiento de rechazo, revelando que, aunque eran sus amigos, últimamente lo ignoraban y lo excluían.
Contó cómo, ese mismo día, intentó jugar con ellos, pero actuaron como si no estuviera presente. Se sentía marginado, y sugirió que tal vez era a causa de su ropa sucia. En ese momento, agradecí internamente no haber informado a la agencia de niñeras sobre la presencia de un amigo del vecindario, puesto que realmente la madre no lo tenía contemplado, seguramente esperaba que Luis se marchara pronto a su hogar.
La revelación de Luis sobre su hogar y sus padres arrojó una nueva capa de oscuridad a la situación. Vivía en la última casa de la calle, y aunque había informado a sus padres que estaría en la casa de sus amigos, también eran indiferentes hacia él. Un nudo se formó en mi estómago, la compasión y la indignación luchaban por espacio en mi corazón. ¿Cómo podía un niño encontrarse en una situación tan desoladora?
Decidí tomar medidas y, movida por la compasión hacia Luis, le prometí que hablaría con los niños de la casa para asegurarme de que no lo ignoraran más. La idea de que este pequeño, que ya enfrentaba dificultades, fuera tratado con desdén por otros niños, me resultaba insoportable. Me levanté, dejando a Luis en la cocina, y me dirigí a la sala donde los niños disfrutaban de su película.
Les pedí un momento de su atención y comencé a hablarles sobre la importancia de tratar a los demás con respeto y consideración, destacando que todos teníamos sentimientos. Utilicé mi habilidad para conectar con los niños, tratando de transmitirles la importancia de ser amables. Sin embargo, noté que sus miradas entre ellos indicaban confusión, como si no comprendieran del todo de qué les estaba hablando.
Después de una charla que parecía no haber tenido el impacto esperado, decidí ser más directa. Les expliqué que Luis se sentía muy triste porque lo estaban ignorando, pensando que esto provocaría una reacción o al menos una explicación por parte de los niños. Pero la sorpresa y extrañeza en sus rostros solo se intensificaron.
Casi de inmediato, una de las gemelas pronunció unas palabras que helaron mi sangre: “No estamos ignorando a Luis, Luis ya no está. Se perdió hace como dos meses”. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal, y una sensación de incredulidad se apoderó de mí. Les aseguré que Luis estaba en la cocina hablando conmigo.
Los niños corrieron hacia la cocina, gritando el nombre de Luis, mientras yo los seguía con el corazón latiendo con fuerza. Al llegar a la cocina, la realidad se hizo evidente: estaba vacía, sin rastro de Luis. La búsqueda por toda la casa resultó infructuosa, el pequeño había desaparecido sin dejar rastro.
Al principio, me sentí contrariada por los sucesos que habían ocurrido. ¿Cómo podía explicar la aparición y desaparición de Luis? Sin embargo, mi mente, buscando una explicación lógica, concluyó rápidamente que todo era una broma orquestada por los niños. La idea de lo paranormal se desvaneció ante la creencia de que era simplemente una travesura elaborada para confundirme.
Decidí no otorgarle más importancia al asunto, pensando que si ignoraba la situación, los niños cesarían en su juego. Mientras ellos volvían a ver la televisión, yo continuaba en la cocina, tratando de concentrarme en mis tareas pendientes. Sin embargo, la tranquilidad fue efímera, ya que, en poco tiempo, escuché nuevamente pasos. Al girar, me encontré con la sorpresa de ver a Luis al otro extremo de la mesa. Esta vez, la distancia recorrida por él resultaba improbable, considerando que acababa de escuchar sus pasos y no había notado su ingreso. Era como si se hubiera teletransportado.
Le recriminé, expresándole que no era correcto asustar a los adultos y que existían maneras más saludables de jugar. Luis, con una expresión contrariada, afirmó no entender a qué me refería y que no pretendía asustarme. Y casi enseguida me dijo que quería que lo acompañara a un lugar, le dije que no podía dejar la casa, ya que estaba a cargo de cuidar a los demás niños. Sin embargo, Luis insistió, mencionando que había un lugar al cual deseaba que lo acompañara, argumentando que yo era la única persona que no lo había ignorado en meses.
Manteniendo mi posición, le negué la solicitud, enfocada en la responsabilidad que tenía con los otros niños. Pero Luis, desafiante, tomó mi bolso y salió corriendo de la cocina. Intrigada y preocupada, seguí tras él. Desde la distancia, lo vi ingresar a un terreno baldío. Rápidamente lo alcancé, pero al llegar, la escena frente a mis ojos me dejó helada.
Luis se dirigió hacia un montón de tierra que se distinguía por verse suelta en comparación con él resto del terreno. Sin previo aviso, saltó y, para mi desconcierto, desapareció ante mis ojos. Fue como si se hubiese hundido en la tierra, desafiando toda lógica y explicación.
Contrariada pero intrigada por lo ocurrido con Luis, me acerqué cautelosamente al lugar donde había desaparecido. Comprobé que mi vista no me engañaba; no había rastro alguno de un agujero o una zanja en la tierra. Aunque la tierra en ese lugar estaba un tanto suelta, no parecía lo suficientemente movediza como para que alguien se hundiera por completo. Lo más extraño era que, en el centro de esa zona de tierra suelta, estaba mi bolso, intacto como si Luis se hubiera hundido, pero mi bolso no lo hubiese acompañado en esa extraña desaparición.
Conmocionada pero decidida, tomé el bolso y me di media vuelta para regresar a la casa y seguir cuidando a los otros niños. Sabía que no podía dejar la casa con los niños a solas. Sin embargo, al dar la vuelta, escuché de nuevo la voz de Luis, suplicándome que no lo dejara solo. Volteé rápidamente, pero Luis no estaba en ninguna parte. Desconcertada, caminé hacia la salida del terreno baldío y volví a escuchar la voz de Luis, pidiéndome que al menos le dijera a sus padres que estaba allí, que no se había escapado.
El miedo se apoderó de mí, y corrí de vuelta a la casa, sin detenerme hasta llegar. Estaba pálida y sin saber exactamente qué hacer. Después de un par de horas, decidí seguir mi instinto y preguntar a los niños dónde vivía Luis. Me dieron la dirección, y me encaminé hacia allá para aclarar todas mis dudas.
Al llegar, toqué la puerta y una mujer demacrada y triste me abrió. Balbuceé por un momento y finalmente le conté toda la historia, desde los eventos del día hasta la aparición de Luis en el terreno baldío y su petición desesperada. La mujer, visiblemente afectada, me preguntó dónde estaba su pequeño. Después de divagar por un momento, le relaté toda la historia, y ella, sin perder tiempo, se lo comunicó a su esposo.
Cuando regresé al lugar después de terminar mi turno cuidando a los niños, vi el terreno baldío rodeado de patrullas. Me enteré de que habían encontrado el cuerpo de un niño enterrado allí. Aunque nunca lograron encontrar al responsable, al menos, sentí alivio de que Luis hubiera sido localizado y pudiera recibir un entierro adecuado. La tragedia dejó una marca imborrable, pero al menos, su familia pudo encontrar algo de paz al saber qué le sucedió a su pequeño.
Autor: Liza Hernández
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