La Santa Muerte Historia De Terror 2023

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La Santa Muerte Historia De Terror 2023

La Santa Muerte, Historia De Terror… Nací bajo el nombre de Guillermo López en el año de 1965, en el mágico y encantador pueblo de San Cristóbal de las Casas, ubicado en el corazón de Chiapas. Este lugar, pintoresco y lleno de tradiciones, se erige majestuoso entre paisajes verdes de montañas y valles, un escenario que contrasta con la severidad y rigidez que caracterizaban a mi hogar.

La casa en la que crecí, pobre en bienes materiales pero rica en historias, estaba en las faldas de las verdes colinas que rodeaban la ciudad. Era una estructura sencilla de madera y techo de tejas rojas, un recuerdo de la vida rural de aquellos tiempos.

Mi familia estaba compuesta por diez integrantes: mis padres, y nosotros, los ocho hijos. El linaje López se dividía en tres mujeres y cinco hombres, los favoritos de mi padre, de los cuales yo era el último eslabón, el menor de todos.

Decían que cuando mi madre tenía un hijo mi padre celebraba tomando caña y escuchando música de Don Basilio un viejito que se dedicaba a cantar y alegrar a las personas de ahí, pero cuando mi padre sabía que el hijo que había llegado al mundo era una niña, no decía ni una palabra y se encerraba en su casa y no le interesaba a ver a su propia hija, hasta que era inevitable.

Mi padre, un hombre de complexión fuerte y semblante duro, era un machista empedernido y un trabajador incansable. Su mirada profunda y severa reflejaba un hombre de tiempos antiguos, un hombre que encontraba el valor en el trabajo físico y la virilidad en la dominación. La educación que nos impartía era severa, a menudo marcada por gritos e incluso golpes que resonaban en las frías paredes de nuestra humilde casa.

Cada día, antes del amanecer, mi padre nos despertaba para iniciar nuestra jornada laboral en el campo. El sonido del gallo apenas comenzaba a romper el silencio de la madrugada cuando ya estábamos en pie, listos para trabajar. Eran largas y agotadoras horas bajo el sol, desde las cinco de la mañana hasta las tres de la tarde, cavando, sembrando, recolectando… mi padre siempre insistía en que debíamos ganarnos nuestro sustento, que la comida no se ganaba fácilmente.

Y al final del día, nuestro premio era un plato de frijoles calientes. En ocasiones, si la suerte nos sonreía, podíamos complementar nuestra comida con unas cuantas papas hervidas o calabacitas frescas de la cosecha. A pesar de su sencillez, cada bocado era un recordatorio del esfuerzo que habíamos invertido para obtenerlo.

Mi madre, era una buena mujer pero también era una espectadora silenciosa de los maltratos que mi padre infligía. Su rostro sereno ocultaba un mar de tristeza, su voz siempre suave rara vez se alzaba en protesta. Pero incluso ella, mi querida madre, era víctima de la violencia de mi padre.

A pesar de la dureza de nuestra existencia, había momentos de felicidad que brillaban como faros en la oscuridad. Cuando mi padre se ausentaba para hacer mandados en la ciudad, nosotros, los ocho hermanos, nos regocijábamos en la libertad temporal.

Jugábamos en el campo, reíamos, corríamos, disfrutábamos de la belleza de nuestro entorno. A veces, durante esas ocasiones especiales, todos nos reuníamos alrededor de la mesa de madera en nuestra cocina para compartir una comida, preparada con amor por mi madre.

Sus manos, curtidas por el trabajo y el paso del tiempo, preparaban los alimentos con una delicadeza y cariño que transformaban los ingredientes más sencillos en platos llenos de sabor y calidez. En esas tardes, la risa y las historias llenaban nuestra casa, compensando en cierta medida las penurias cotidianas.

En fin, a pesar de haber experimentado un constante maltrato y la obligación de trabajar arduamente todos los días, cuando cumplí la mayoría de edad me encontré en una encrucijada en la que tenía la opción de liberarme de esa rutina asfixiante y de los mandatos impuestos por mi padre. Sin embargo, sorprendentemente, decidí convertirme en militar.

Esta elección poco convencional, contraria a lo que muchos podrían esperar de alguien en mi situación, llenó de alegría a mi padre. Aunque paradójicamente él nunca alentó a sus hijos a buscar una educación formal, consideraba que el hecho de que yo me convirtiera en militar era un honor para nuestra familia. La idea de que uno de sus descendientes siguiera los pasos de servicio y disciplina en las fuerzas armadas parecía otorgarle un sentimiento de orgullo y satisfacción personal.

Reflexionando sobre los motivos subyacentes de mi decisión, quizás haya habido un componente psicológico influyente. Durante mi infancia, sufrí las secuelas emocionales y físicas de un entorno marcado por el maltrato. Es posible que, en un intento de superar aquellos recuerdos dolorosos y complacer a mi padre, me haya inclinado hacia la carrera militar como una forma de reafirmar mi valor y obtener su aprobación.

Y bueno, al entrar en la milicia, lo único que extrañaba era a mi madre, ya que todos mis hermanos se habían ido a trabajar mucho antes de que me fuera yo, dos se habían ido de mojados a Estados Unidos, tres a la ciudad de México y dos a Puebla, así que a los 14 solo yo me había quedado con mis padres.

Era mucho más trabajo y aunque mi padre ya no me maltrataba tanto como antes, probablemente porque ya tenía yo más fuerza para defenderme, aun así mi refugio siempre era mi madre, así que era a la única persona que extrañaba.

Al iniciar en el ejército me enfrenté a una serie de desafíos que requerían una dedicación excepcional y una voluntad de superar obstáculos. Me sometí a un riguroso entrenamiento físico y mental, donde adquirí habilidades de combate, estrategia y liderazgo. A través de arduas jornadas de aprendizaje y preparación, me esforcé por destacar en cada aspecto de mi formación, demostrando una determinación férrea para convertirme en un soldado. No era tan complicado, pues siempre había vivido una vida llena de reglas.

Además del aspecto personal, elegir una carrera militar también me brindó la oportunidad de servir a mi país y proteger los valores que considero fundamentales. Al abrazar el uniforme, me comprometí a salvaguardar la paz y la seguridad de mi nación, dispuesto a enfrentar cualquier desafío que se presentara en defensa de la libertad y la justicia.

Mi primer llamado relevante en el ámbito militar ocurrió en el año 1985. Fui convocado junto a mi pelotón para una misión de suma importancia: detener y neutralizar a un grupo armado proveniente de Campeche que amenazaba la seguridad en el estado de Coahuila. Nuestro objetivo era frenar su avance y garantizar la paz en la región, y gracias a la determinación, disciplina y trabajo en equipo, pudimos lograrlo.

Aquella época fue testigo del creciente crimen organizado en el país, y nuestro deber como soldados era enfrentar y combatir a diversos grupos que se dedicaban a esta actividad ilícita. Era común escuchar en los medios de comunicación sobre los desafíos que México enfrentaba en materia de seguridad, y estábamos dispuestos a poner nuestras vidas en riesgo para ayudar a proteger a nuestros compatriotas y contribuir a la estabilidad de la nación.

En ese mismo año México se vio golpeado por uno de los sismos más devastadores de su historia, que tuvo lugar el jueves 19 de septiembre y alcanzó una magnitud impresionante de 8.1 grados en la escala de Richter. Este catastrófico evento dejó destrucción y dolor a su paso, con miles de vidas perdidas, edificios colapsados y comunidades enteras sumidas en el caos y la desesperación.

Ante tal tragedia, fuimos convocados nuevamente para desempeñar labores de auxilio, rescate y búsqueda de sobrevivientes. Fue una experiencia profundamente conmovedora y desgarradora a la vez. Mis ojos se llenaron de tristeza al presenciar el sufrimiento de tantas personas, desesperadas por encontrar a sus seres queridos y, en ocasiones, incluso a sus mascotas. Pero a pesar de la desolación, el ejército mexicano emergió como una fuerza de esperanza y solidaridad en medio de la oscuridad.

Trabajamos incansablemente junto a equipos de rescate y voluntarios para buscar entre los escombros, brindar apoyo emocional a los afectados y proporcionarles los suministros básicos necesarios para subsistir en aquellos momentos críticos. Nuestro compromiso con la reconstrucción del país se hizo evidente cuando, incluso después de que las labores de emergencia terminaron, nos dedicamos a ayudar en la construcción de viviendas para las personas que habían perdido sus hogares durante el sismo. Esta iniciativa buscaba no solo proporcionarles un techo seguro, sino también brindarles la esperanza de un nuevo comienzo y la certeza de que no estaban solos en su camino hacia la recuperación.

A medida que el tiempo transcurría, mi corazón se llenaba de un profundo orgullo por ser parte del ejército mexicano y por haber tenido la oportunidad de servir a mi país en momentos tan cruciales. Aprendí el valor de la solidaridad, la resiliencia y el trabajo en equipo. Siempre que llamaba a mis padres estaban felices de escuchar todo lo que había logrado en poco tiempo y mi padre estaba orgulloso de mí, aunque en realidad creo que estaba orgulloso de él mismo por tener un hijo militar.

En fin, era el año 1988, y después de contribuir en varias misiones que me habían llevado a los rincones más peligrosos y oscuros de México, me encontré de frente con una que me hizo ver la existencia del mal de una manera que nunca hubiera imaginado.

Nos habían reclutado para una misión muy específica y de alto riesgo. Nuestro objetivo era claro y contundente: atrapar a uno de los grupos más temibles de narcotraficantes en Michoacán. Una llamada anónima, nos había proporcionado su ubicación exacta. Sabíamos que la misión podría llevarnos al límite, que podríamos tener bajas, pero al final del día, este era nuestro deber.

Después de varias horas de camino, llegamos a un lugar estratégicamente ubicado cerca de la localización proporcionada. Desde ahí, nuestra visión del objetivo era clara. Comenzamos a vigilar la zona, estudiando cada detalle, cada movimiento, cada sombra. Sin embargo, de un momento a otro, nuestro silencioso campamento fue invadido por un estruendo de motores. Alrededor de cinco camionetas negras blindadas, rodearon nuestro campamento. Habían descubierto nuestra presencia y, decidieron actuar antes que nosotros.

El aire se llenó de pánico y tensión. Inició un enfrentamiento armado que parecía no tener fin. Los narcotraficantes no eran meros criminales, su destreza en el combate nos hizo sospechar de un entrenamiento militar. Nos encontrábamos en una batalla desigual, pero no podíamos retroceder.

Durante el caos del enfrentamiento, mi compañero Martín, con un rostro que reflejaba tanto asombro como miedo, logró comunicarme algo inusual. Me dijo que uno de los hombres que participaba en el enfrentamiento se comportaba de una manera extraña, casi sobrenatural. No se veía bien su cara, era como si una sombra se tratara, un espectro en medio de la batalla. Este individuo parecía estar siempre detrás de uno de sus compañeros, distrayendo a nuestros soldados, moviéndose de un lado a otro de una manera que desafiaba las leyes de la física, simulando acercarse y luego alejarse con una velocidad inusual.

Lo más perturbador era que, a pesar de los disparos que le lanzábamos, parecía inmune. Las balas atravesaban esa sombra como si no existiera, como si estuviéramos luchando contra un fantasma.

A pesar de la distracción provocada por esa misteriosa sombra, varios de mis valientes compañeros lograron mantener la concentración necesaria para apuntar a sus objetivos. Con una precisión milimétrica y una determinación a prueba de balas, lograron dar en el blanco. Sin embargo, por más certeros que fueran los disparos, algo inexplicable sucedía. Las balas que impactaban contra el hombre que parecía proteger la enigmática entidad no causaban ningún daño, ni siquiera el más mínimo rasguño. Además, se añadía a este escenario una serie de fallos inexplicables en nuestras armas. En varias ocasiones, cuando intentaban repetir el disparo, las armas se encasquillaban, como algo impidiera que hiciéramos daño a aquel hombre.

Dada la inusual resistencia del individuo, decidí probar un enfoque diferente. Silenciosamente me deslicé detrás de él, evitando cada posible señal de mi presencia. Con un movimiento rápido y decidido, atrapé al hombre con mis propias manos, arrojando su pistola lejos de su alcance y neutralizándolo de esa forma. Sin embargo, lejos de mostrar miedo o sorpresa, el sujeto se burló de nosotros.

Su risa sarcástica resonaba en el aire, sus carcajadas eran tan fuertes que el eco las repetía. Cuando giró su rostro para mirarme, vi en sus ojos un abismo de maldad y frialdad que jamás había visto en algún individuo. Sus dientes amarillentos brillaban cada vez que se burlaba, y las palabras que salían de su boca eran puros insultos. Me dijo que la única manera en que podríamos haberlo atrapado era así, insinuando que poseía algún tipo de protección sobrenatural.

La Santa Muerte Historia De Terror

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La batalla finalmente terminó, dejando tras de sí un rastro de destrucción. Tuvimos varias bajas, tanto del lado de los delincuentes como del nuestro. Cada pérdida fue un golpe al corazón, una herida en el alma que no cicatrizaría fácilmente. No obstante, logramos salir de aquel lugar con siete delincuentes bajo custodia.

Más tarde, tuve la oportunidad de hablar con uno de mis superiores, el General Carlos Mendoza. Le relaté lo sucedido con detalle, explicándole lo inexplicable: cómo uno de los detenidos parecía inmune a los disparos, cómo nuestras armas se encasquillaban misteriosamente cuando intentábamos dispararle y sobre el extraño personaje que parecía protegerlo, el cual, para añadir aún más misterio a la situación, nunca logramos encontrar.

El General Carlos Mendoza, un hombre que parecía ya cansado por su larga trayectoria en la milicia, escuchó mi relato con una seriedad sombría que reflejaba su larga experiencia en el campo de batalla. Cuando terminé, se quedó pensativo por unos momentos y asintió con la cabeza. Finalmente, con un suspiro, comenzó a hablar.

Mendoza me confesó que, aunque pareciera extraño, casos similares habían sucedido antes. A lo largo de los años, otros compañeros de armas habían relatado encuentros similares, enfrentamientos en donde alguna extraña entidad protegía a personas malvadas.

Explicó que las personas que se dedican al crimen organizado, especialmente en ciertas regiones de México, suelen buscar protección en lo sobrenatural. Usan rituales, amuletos y oraciones para intentar obtener una ventaja, para que las probabilidades estén a su favor. Y entre esas prácticas, la veneración al mismísimo diablo y  a la Santa Muerte es especialmente comunes.

Aquellas palabras hicieron que una imagen saltara en mi mente. Recordé los tatuajes de aquel hombre, aquel delincuente que había resistido nuestros disparos y había reído ante nuestros intentos de detenerlo. Sus tatuajes, que en aquel momento me parecieron meros adornos o marcas de pertenencia a una banda, de repente adquirieron un nuevo significado.

Recordé el diseño de la Santa Muerte que adornaba su piel, con sus huesos blanquecinos y su manto oscuro. Cómo parecía mirarme desde su brazo, con unos ojos vacíos que parecían esconder maldad pura. Esa debía ser esa la respuesta de su resistencia, de alguna manera, aquel hombre había conseguido protección de la Santa Muerte.

El General Mendoza me contó también historias que, a pesar de su tono serio y su evidente convicción, parecían sacadas de una novela de terror.

Según él, no era raro que criminales gravemente heridos llegaran a los hospitales y, de alguna manera, lograran sobrevivir a pesar de las lesiones que, en cualquier otra persona, serían mortales. Contó cómo, en más de una ocasión, los médicos se quedaban perplejos ante la capacidad de estos hombres para recuperarse, como si sus cuerpos fueran capaces de resistir heridas que deberían haber sido fatales. Sin embargo, estas “milagrosas” recuperaciones tenían un costo aterrador.

Los rumores, las historias que circulaban entre los reclusos y los relatos que el propio Mendoza había recogido a lo largo de los años, hablaban de un precio inimaginable. Los criminales que se encomendaban a la Santa Muerte o al diablo en busca de protección, según decían, debían pagar con sacrificios humanos. A veces, se decía, debían ofrecer el alma de sus propios hijos, de sus madres, de sus esposas. Eran hombres y mujeres consumidos por la ambición y el egoísmo, capaces de sacrificar a sus seres queridos en busca de poder y protección.

Y bueno, todo eso me hizo darme cuenta sobre la maldad humana. Sin embargo, a pesar del horror y la incredulidad, también sentí una profunda satisfacción. Al final del día, habíamos logrado poner tras las rejas a siete de estos criminales, privándolos de la libertad.

Después de nuestra conversación, el ejército realizó un homenaje a los caídos en el combate. Fue un momento de tristeza y recuerdo, pero también de orgullo y determinación. A pesar de las pérdidas, seguíamos adelante, seguíamos luchando.

Luego del homenaje, me asignaron una nueva misión. Debería vigilar la celda del hombre que parecía estar bajo la protección de la Santa Muerte.

No le tenía miedo. No iba a permitir que sus carcajadas ni sus malas palabras me intimidaran. Así que me dispuse a vigilar la celda sabiendo que al día siguiente sería trasladado al Reclusorio Preventivo Varonil Norte, en la Ciudad de México, junto con sus cómplices.

Cuando llegué a la celda, encontré al hombre arrodillado en el suelo, aparentemente rezando. Pero a medida que escuché sus palabras, me di cuenta de que no estaba dirigiéndose a Dios, sino a la Santa Muerte.

En el momento en que me vio entrar, una sonrisa hipócrita se dibujó en su rostro. Me examinó de pies a cabeza y me ordenó que me largara. Me limité a quedarme de pie afuera de la celda, dándole la espalda. Pero de repente, comenzó a decir cosas inquietantes.

Mencionó el nombre de mi madre y afirmó que ella había muerto, insinuando que yo ni siquiera me había enterado por meterme en asuntos que no debía. Luego, agregó que mi padre, en el fondo, estaba feliz de que su esposa estuviera siendo devorada por los gusanos, pues nunca la había querido.

Mi ira me hizo voltearme rápidamente para enfrentarlo. No recuerdo haber sentido tal furia antes. Le ordené que se callara, pero mis pensamientos empezaron a atormentarme. ¿Cómo sabía él el nombre de mi madre?

Él se burló de mí, mientras las lágrimas de rabia brotaban de mis ojos. Honestamente, sentí deseos de abrir la celda y golpearlo hasta que se callara, pero sabía que eso era imposible.

Luego, me dijo que su madre santa, la Santa Muerte, le había revelado que se había llevado a mi madre. Intenté mantener la calma, sabiendo que solo estaba jugando conmigo. Sabía que mi madre estaba bien y que lo único que debía hacer era ignorarlo.

Volteé nuevamente, dándole la espalda, y él volvió a reírse varias veces hasta quedarse dormido.

Las horas pasaron y comencé a sentirme más tranquilo, pero de repente, todo empeoró. Alguien tocó mi hombro desde la celda y, al girarme, vi al delincuente dormido. No había sido nadie. Pero de repente, un frío horrible emanó del suelo y volvieron a tocar mi hombro. Esta vez, no iba a permitir que se burlara de mí.

Antes de que quien fuera que me estuviera tocando pudiera quitarme la mano, la agarré con fuerza. Fue entonces cuando me di cuenta de que no era una mano normal, sino una mano huesuda. Y al mirar a quién pertenecía, vi a una calaca, vestida con una túnica negra. Su rostro era un cráneo vacío sin ojos, pero de alguna manera, sentí su mirada fija en mí, fría e inmutable. Los huesos de sus manos sobresalían, cada uno terminando en una punta afilada que parecía capaz de cortar la misma realidad.

No pude evitar soltar un grito que hizo que esa horrible figura desapareciera y en ese momento el hombre en la celda se despertó. Me miró como me encontraba, completamente inmóvil y asustado, y me preguntó si yo también la había visto. No respondí.

El hombre comenzó a reír y me dijo que tenía mucha suerte de haber visto a su hermosa señora. Amanecía y el momento de su traslado se acercaba. Decidí no decir nada, me tragué el miedo y permanecí allí de pie hasta que llegaron por él.

Pero lo peor estaba por llegar. Unas horas después el General Mendoza me llamó para darme una noticia impactante: mi madre había fallecido el día anterior a causa de un infarto. No podía creerlo. Mi mundo se desmoronó por completo. La única persona que realmente me había amado y me había hecho feliz ya no estaba. Los días se volvieron grises y el dolor fue insoportable. Fui a su velorio y fue horrible saber que el pilar de la familia se había ido.

Mi padre no se inmutó por la muerte de su esposa y lo odié un poco más, pues caí en cuenta de que mi infancia, la de mis hermanos y la de mi pobre madre habían sido puro sufrimiento. Solo mis hermanos y yo sentimos su pérdida, a quienes por cierto después de ese suceso no he vuelto a ver hasta el día de hoy.

Con el paso del tiempo, comencé a reflexionar sobre lo que aquel hombre me había dicho y sobre la aparición que presencié. Lo que mencionó sobre mi madre resultó ser cierto y seguramente también lo que había dicho acerca de mi padre. Hasta el día de hoy, no he ido a verlo y no tengo noticias de él.

Aquella experiencia aterradora me hizo comprender que la maldad verdaderamente existe y se encuentra entre nosotros. Nunca podré olvidar aquel suceso y tampoco podré olvidar los días felices que pasé junto a mi madre y mis hermanos.

Autor: Lyz Rayón.

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