Huí Del Pueblo Historia De Terror 2024

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Huí Del Pueblo Historia De Terror 2024

Huí Del Pueblo, Historia De Terror… Desde el primer día en que vine a este mundo, mi vida ya estaba marcada por la carencia y la maldad y ambición del hombre. Soy el tercer hijo de una familia numerosa, compuesta por mi padre, mi madre, mi hermano mayor Adán, mi hermana Inés, y mis dos hermanas gemelas, Ana y Anais. Mi vida, desde el principio, se tejió con hilos de misterio y sufrimiento.

A lo largo de los años, he buscado desesperadamente recordar el paradero exacto de aquel pueblo donde crecí. Sin embargo, la neblina del tiempo ha borrado detalles cruciales de mi memoria. Lo único que puedo afirmar con certeza es que se encuentra en algún lugar del vasto país de México.

Desde que mi mente comenzó a cobrar conciencia, no pude darme cuenta que lo que estaba viendo no era normal. Como un niño, no conocía nada más allá de esos límites, y creía que esa realidad primitiva era la norma en todo el mundo. Nunca me atreví a cuestionarla, sumido en la ilusión de que todos compartían nuestro destino aislado.

En aquel rincón olvidado, la tecnología era algo de lo que ni siquiera teníamos conocimiento. No había teléfonos, computadoras, televisores; ni siquiera conocíamos la existencia de la radio. La comunidad vivía en una suerte de comunión arcaica, donde el trueque reinaba como la única forma de intercambio. No sabíamos qué era el dinero, si necesitabas algo, debías ofrecer algo de valor equivalente a la persona que podía proporcionártelo.

La educación que recibíamos era tan limitada como nuestras interacciones con el mundo exterior. Además de las restricciones sobre la sexualidad humana, cualquier insinuación de un mundo más grande o diferente estaba prohibida. La enseñanza era estrictamente religiosa, y el único libro permitido para los niños era la Biblia. Nuestra vida, nuestras creencias y nuestras decisiones se basaban exclusivamente en las interpretaciones que la comunidad daba a las escrituras sagradas. Todos tratábamos de seguir la palabra de Dios al pie de la letra, pero la falta de comprensión de las verdaderas enseñanzas creó un caldo de cultivo para el sufrimiento.

Mis años en aquel pueblo fueron una agonía constante. Las restricciones, la falta de libertad y la educación dogmática crearon un cóctel amargo de sufrimiento. Cada día era un recordatorio de la prisión en la que vivíamos, donde aquellos que debían amarnos y protegernos nos arrojaban a los lobos.

Hoy, mientras relato mi historia en orden cronológico, albergo la esperanza de que mis palabras alcancen a alguien que haya escapado de ese infierno. Anhelo que mi testimonio inspire a otros a compartir información sobre la ubicación de aquel lugar maldito. Quisiera que las autoridades investigaran y que cada niño nacido en esas tierras tuviera la oportunidad de vivir libre, lejos de la pesadilla que yo experimenté. Que la verdad salga a la luz y que la justicia sea el bálsamo para las almas quebrantadas. Mi relato no tiene final, pues el destino de aquel pueblo y sus oscuros secretos aún está por desvelarse.

Como todo niño pequeño, jamás cuestioné mucho mi entorno. Acepté las tareas diarias que la vida en aquel pueblo imponía. Desde que tuve uso de razón, supe que mi deber era contribuir en las labores del hogar, cuidar del ganado y adaptarme a una existencia iluminada por velas y lámparas de aceite, ya que la electricidad era un concepto ajeno e inimaginable. Considero que no se puede extrañar lo que nunca se ha tenido, por lo que la carencia de comodidades modernas no me afectaba particularmente.

No obstante, la primera grieta en mi percepción de la realidad se manifestó cuando tenía alrededor de cinco o siete años. En ese entonces, asistía a la primaria, en un modesto salón construido con hojas de palma. Los niños de edades comprendidas entre los 5 y 10 años compartíamos clases por la mañana, mientras que los de 11 a 15 años lo hacían por la tarde. El currículo se limitaba a lecturas bíblicas y discusiones sobre los sentimientos que estas despertaban. Además, nos enseñaban habilidades básicas como leer, escribir, sumar y restar. Crecí inmerso en ese entorno sin tener la menor idea de conceptos más avanzados como la multiplicación o la división.

En aquel pueblo, la educación concluía a los 15 años, y esta coincidía con la edad legal para ser considerado un adulto en la comunidad. Cumplir 15 años marcaba el momento en que debías dejar atrás la niñez para convertirte en un miembro adulto, contribuyendo activamente a la comunidad. También implicaba casarse y comenzar a formar una familia. En retrospectiva, la transición a la adultez parecía más un rito impuesto por la comunidad que una elección personal.

La semilla de la duda fue sembrada en mi mente en un día particular, mientras la profesora nos leía la historia de Job. Para aquellos que no lo saben, básicamente esta narrativa bíblica relata la vida de un hombre que era favorecido por Dios, prosperaba y agradecía constantemente por sus bendiciones. Sin embargo, Satanás desafía a Dios, argumentando que Job solo lo adora porque le va bien. Dios acepta el desafío y permite que Job pierda todo, demostrando así la lealtad eterna que se espera de sus seguidores. Mientras leía esta historia, me preguntaba por qué Dios, siendo omnisciente, permitiría que Job sufriera tanto, solo por una apuesta con Satanás.

Estaba a punto de compartir mis pensamientos con la maestra cuando una de las niñas expresó una pregunta similar. La reacción de la maestra fue desproporcionadamente violenta. La levantó por los cabellos y salió con ella del aula, dejándonos solos y creando un silencio cargado de temor.

A la mañana siguiente de aquel incidente, la profesora regresó al salón como si nada hubiera sucedido. Sin embargo, la ausencia de la niña que se atrevió a cuestionar la palabra de Dios no pasó desapercibida entre los niños. Cinco días transcurrieron sin que nadie la volviera a ver, una anomalía extraña en una comunidad donde la falta de alguien era fácilmente notada. La indiferencia reinante respecto a su ausencia sorprendía, pero aún más desconcertante era la falta de preguntas sobre su paradero.

Entre los niños, se propagaron rumores que sugerían que la desaparición de la niña era un castigo divino. La creencia generalizada era que Dios la había castigado por dudar de Su palabra. Sin embargo, cuando la niña finalmente reapareció, la cruel verdad quedó al descubierto. Los niños se dieron cuenta de que su sufrimiento no fue infligido por la mano divina, sino más probablemente a manos de sus propios padres.

Huí Del Pueblo Historia De Terror

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A pesar de que varios días habían transcurrido desde el incidente, los moretones y heridas que cubrían su cuerpo eran evidentes. La niña llevaba consigo las marcas físicas de un castigo brutal. En un lugar donde la atención médica era limitada y los recursos escasos, las heridas de la niña solo pudieron tratarse con rudimentarios remedios caseros. La medicina en ese pueblo se limitaba a conocimientos transmitidos de generación en generación, sin frascos de medicamentos ni concepto de agujas. Los niños no conocían hospitales, y la palabra “vacuna” era ajena a nuestro vocabulario.

La niña, a pesar de la gravedad de sus heridas, regresó a la escuela, pero su presencia era un recordatorio palpable de la crudeza y la carencia de compasión en aquel lugar. Sin embargo, su situación no mejoró, puesto que las infecciones en sus heridas la obligaron a ausentarse nuevamente, esta vez para sanar en el aislamiento de su hogar. Las cicatrices que quedaron en su rostro, visibles para todos, fueron testigos mudos de la brutalidad que sufrió.

Para mí, aquel suceso marcó el despertar de una sensación de injusticia que se infiltró en mi conciencia. Aunque hasta entonces nunca había cuestionado la palabra de Dios, la crueldad infligida a la niña despertó en mí una sensación de incredulidad ante un castigo tan desproporcionado por simplemente plantear una pregunta válida. Aunque el temor me impedía expresar abiertamente mi desacuerdo en ese momento, esta situación sembró la semilla de la duda en mi mente infantil.

Con el tiempo, esta experiencia se convirtió en la punta del iceberg, revelando una serie de atrocidades que formaban parte de la vida en aquel pueblo aislado. A medida que crecía, la evidencia de la brutalidad y las restricciones impuestas se volvían cada vez más difíciles de ignorar. La máscara de armonía que la comunidad intentaba proyectar se desmoronaba, dejando al descubierto la realidad retorcida que marcó mi infancia y adolescencia.

En ese momento de mi vida, la incertidumbre y la impotencia se apoderaron de mí. Mis hermanas, Ana y Anais, eran el centro de mi preocupación constante, puesto que, una mañana, escuché que mis padres estaban cerrando una especie de trato, el cual básicamente consistía en que a cambio de algunas vacas y un pedazo de terreno, mis hermanas serían casadas con los únicos otros dos gemelos del pueblo.

Esto me revolvió el estómago por dos cosas, en primera la manera en que eran tratadas como mercancía y en segunda, porque en aquel entonces ellas tenían 5 años y esos hombres tenían 25,  la idea de que fueran entregadas en matrimonio a hombres mucho mayores me llenaba de angustia.

Ya había escuchado a mujeres casándose con hombres mayores, eso no era raro en el pueblo, pero siempre pensé que ambos se enamoraban o algo así. Al observar a esos pretendientes, mi instinto gritaba que algo estaba profundamente mal. Sus gestos extraños, miradas inquietantes y comportamientos sospechosos eran como señales de alarma que resonaban en mi interior. No podía aceptar la idea de que mis hermanas fueran vinculadas a hombres que, a todas luces, no eran buenas personas.

Mis intentos de expresar mis preocupaciones a mi familia se encontraban con un muro de resistencia. Mi hermano mayor, en lugar de comprender mi angustia, me instaba a no entrometerme en asuntos que, según él, estaban más allá de mi comprensión. Citaba versículos bíblicos como justificación, pero mi corazón se negaba a aceptar que tales prácticas fueran divinamente respaldadas.

A medida que las gemelas crecían, mi temor aumentaba. La edad pactada para esos matrimonios forzados se acercaba inexorablemente,  puesto que por lo que yo había escuchado, sería a la edad de 13 años, en aquel entonces yo me sentía atrapado en una red de tradiciones opresivas. Mi desesperación me impulsaba a buscar soluciones, pero las estructuras rígidas de la sociedad parecían inquebrantables.

Cada encuentro con esos hombres aumentaba mi aversión hacia ellos. Deseaba proteger a mis hermanas, pero la rigidez de las creencias y las costumbres sofocaba cualquier intento de cambio. Mi corazón anhelaba una intervención divina que alterara el curso de los acontecimientos, pero la fe se mezclaba con la duda en mi alma.

A medida que los 14 años se instalaban en mi vida en la comunidad, percibí un cambio en la forma en que me trataban. La insistencia de que debía comportarme como un hombre resonaba en cada rincón. A pesar de mi reticencia interna, intenté seguir la corriente, creyendo que la adultez se manifestaría por sí sola si actuaba acorde con las expectativas de la comunidad.

No obstante, mi intento de encajar en el molde de lo que consideraban un hombre adulto resultó ser más complicado de lo que imaginaba. Las presiones de la comunidad me incitaban a adoptar responsabilidades y roles que no me sentía preparado para asumir. Mi intento de aparentar madurez se desvanecía frente a la magnitud de las expectativas depositadas sobre mí.

Fue en ese periodo crucial de mi vida cuando empecé a darme cuenta de que bajo la superficie pulcra de la comunidad yacía una podredumbre que difícilmente podía ocultarse. Mis roces con la realidad de fuera del pueblo se intensificaron, revelándome un mundo desconocido que había permanecido oculto para mí durante tanto tiempo. La conciencia de que el padre de la comunidad y algunos líderes eclesiásticos estaban al tanto de esta dualidad solo aumentaba mi intriga.

Esto lo supe puesto que mi buena reputación en el pueblo me llevó a ser seleccionado, junto con otros dos compañeros, para formar parte del comité de la iglesia. La idea de contribuir al bienestar de la comunidad me emocionó al principio. Sin embargo, esa emoción pronto se desvaneció cuando ingresamos a una oficina a la que pocos tenían acceso. Fue entonces cuando descubrí la existencia de un radio alimentado por baterías, un artefacto que se me presentó como una maravilla futurista. Sin embargo, las revelaciones no se limitaron a este dispositivo.

Mientras explorábamos la oficina, me topé con secretos que iban más allá de mi comprensión. Las restricciones y advertencias sobre mantener en silencio lo que presenciábamos despertaron mi curiosidad y desconfianza. La prohibición de divulgar cualquier detalle sobre aquellos misteriosos artefactos se selló con la amenaza de una condena eterna para mi alma.

En lugar de intimidarme, estas revelaciones despertaron mi deseo de entender el motivo detrás de la ocultación de la tecnología y conocimientos fuera del alcance del resto del pueblo. La intrigante combinación de miedo y curiosidad me llevó a cuestionar la autoridad de la iglesia y los líderes de la comunidad.

A medida que los meses avanzaban, mi empeño por ganarme la confianza del padre y los miembros del comité de la iglesia se intensificaba. Mis esfuerzos no solo se centraban en descubrir el misterio detrás de las restricciones impuestas a la comunidad, sino también en desentrañar las verdades ocultas que se tejían entre los líderes eclesiásticos.

A medida que iba obteniendo la confianza de estas figuras de autoridad, descubrí un oscuro submundo que estaba escondido bajo la fachada de piedad y moralidad. Las revelaciones sobre las atrocidades cometidas por los miembros del comité de la iglesia resonaron como un eco perturbador en mis oídos. Crímenes atroces, especialmente abusos contra mujeres y niños, parecían ser la norma más que la excepción. La sensación de impotencia ante la falta de justicia y la imposibilidad de denunciar estas acciones abominables se apoderó de mi ser.

A pesar de las oportunidades que se me presentaban para obtener beneficios personales dentro de este sistema corrupto, mi conciencia se rebelaba contra la idea de aprovecharme de mis vecinos y de la situación en la que se encontraban. Mi falta de educación y mi condicionamiento para obedecer ciegamente dificultaban la elaboración de cualquier plan para cambiar las cosas.

Sin embargo, un punto de inflexión en mi percepción ocurrió cuando escuché al padre de la iglesia conversando con mis padres. La propuesta que les presentaba resultó ser la gota que colmó el vaso de mi tolerancia. El padre sugería que mis hermanas, aún niñas de 10 años para ese momento, deberían casarse en ese momento con los   hombres de la comunidad con los que ya las habían comprometido años atrás, en ese momento según mis investigaciones, sabía perfectamente que eran individuos despreciables.

Puesto que en algún momento había escuchado que él padre había mencionado que las confesiones de esos hombres eran enserio perturbadoras, y que a menudo no parecían tan arrepentidos, nunca dijo algo tan específico por el llamado secreto de confesión, sin embargo, lo que si sabía era que como su familia era la mas rica del pueblo, él padre siempre les proporcionaba la excomulgación.

A pesar de las advertencias sobre no divulgar los oscuros secretos del pueblo, sentí la urgencia de actuar en defensa de mis hermanas. Mi familia, cegada por la fe y la confianza en el liderazgo eclesiástico, aceptó la propuesta sin cuestionarla. La indignación se apoderó de mí al ver cómo las creencias distorsionadas y los intereses personales se entrelazaban para dañar a los más inocentes.

Cuando supe de la terrible verdad, un escalofrío recorrió mi espina dorsal de tal manera que sentí que el mundo se desmoronaba a mi alrededor. La revelación de la oscura realidad que envolvía a mi pequeño pueblo me aterró de una manera inimaginable. No podía permitir que mis hermanas fueran víctimas de semejante atrocidad, así que, a pesar de mis quince años recién cumplidos, decidí que era el momento de actuar.

En la penumbra de la noche, sin revelar mis planes a nadie, desperté a mis dos hermanas. Les imploré que empacaran todo lo esencial en bolsas, advirtiéndoles con urgencia que mantuvieran un silencio total. El miedo y la adrenalina se apoderaban de mí, nublando mis pensamientos mientras comenzábamos nuestra huida clandestina.

Con algunos contactos y un vago conocimiento de la dirección a seguir, iniciamos nuestra fuga en la oscuridad de la madrugada. El temor a ser descubiertos añadía una presión insoportable a cada paso que dábamos. Aunque consideré llevar a mis hermanos mayores con nosotros, la sensación de que ya pertenecían a ese lugar me convenció de que su participación solo nos delataría.

Caminamos durante horas, guiados por la incertidumbre y la desesperación. El sol comenzó a asomar en el horizonte cuando, exhaustos y hambrientos, nos vimos obligados a ocultarnos ante un sonido en ese momento totalmente desconocido para nosotros, era una camioneta. En la penumbra, observé con horror como el padre y tres hombres del comité de la iglesia recorrían la zona, buscándonos incansablemente.

Permanecimos ocultos hasta que la tarde volvió a cubrirnos, y entonces, con cautela, reanudamos nuestro escape. Finalmente, llegamos a una carretera, un camino desconocido construido con un material que nos intrigaba. Decidimos seguirlo, y conforme avanzábamos, los ruidos de los autos se volvieron familiares, perdiendo el miedo que antes nos embargaba.

La providencia nos sonrió cuando una mujer se detuvo en su auto al vernos cerca de la carretera. Con un corazón generoso, se ofreció a ayudarnos al enterarse de nuestra situación. Le expliqué de manera apresurada nuestro plan, y ella, comprensiva, nos llevó a la ciudad para presentar una denuncia ante la policía.

Sin embargo, no pude proporcionar la ubicación exacta, ya que la desesperación nos había llevado a caminar sin rumbo fijo. Hasta hoy, no tengo idea de cómo regresar a ese lugar, y aunque la historia carece de tintes paranormales, la maldad inherente a las personas la hace aterradora. Esta experiencia, aunque no pueda borrarse de mi memoria, me enseñó que a veces el verdadero horror reside en lo humano

 Autor: Liza Hernández.

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